L’italiana in Algeri fue la primera de las óperas rossinianas que se estrenó en Barcelona, pero no se ha prodigado con frecuencia en el Liceu. La última vez fue en 1982. Ahora se repone con una dirección musical que cuida en extremo la partitura de Rossini y un elenco sólido y de gran nivel.

El maestro Riccardo Frizza es un reconocido director, destacando especialmente su gran nivel en las óperas del bel canto y de la escuela italiana en general (ahí está, por ejemplo, su dirección musical del Festival Donizetti de Bergamo). Ha sido un acierto contar con él para estas representaciones de la ópera bufa de Rossini. Las óperas cómicas del cisne de Pesaro son consideradas, en ocasiones, como meros divertimentos, fuegos artificiales sin más interés que la pirotecnia vocal, dedicándose poca atención al lado exclusivamente instrumental de la composición. Desde la conocida obertura, Frizza planteó una lectura clara y contrastada de la partitura rossiniana. Buscando siempre el detalle, con tiempos más lentos de lo que se oye comúnmente supo mostrar un Rossini de una calidad musical muy apreciable. Mantuvo en todo momento a la orquesta a un volumen controlado, dejando que las voces se oyeran siempre por encima del foso y no permitiendo las explosiones bullangueras de otras lecturas. Fue, sin duda, apoyado en un sólido y gran reparto, lo mejor de la noche. Este control y esta lectura permitieron también que se luciera la cada vez más competente Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu, excelente en todas sus familias, pero destacando toda la sección de viento.

La mezzo armenia Varduhi Abrahamyan encabezaba el reparto como Isabella, con una voz auténtica y canónica de su cuerda, con un timbre bello y de tintes oscuros, pero que llega sin problemas a las notas más agudas de su parte. Apoyada en una dirección extremadamente cuidadosa, estuvo especialmente cautivadora en un bellísimo “Per lui che adoro”. No tuvo ningún problema en las coloraturas (no demasiado exigentes en esta ópera, por otra parte) y nos dejó la sensación de estar ante una excelente cantante. Luca Pisaroni es un consagrado artista y lo volvió a demostrar encarnando el papel del bey Mustafà. Con los años, su zona grave ha ganado en solidez y la zona central se ha ensanchado y suena con gran seguridad y timbre preciso. Sólo el agudo se resiente en algún momento, así como un fiato que, a veces, en las partes de velocidad más endiablada, pierde seguridad. Hay que agradecerle que no abuse de la comicidad y que siendo buen actor no caiga en lo bufo. No empezó muy seguro Maxim Mironov (Lindoro, el enamorado de Isabella) en la primera parte de su aria de presentación “Languir per una bella”. Poco a poco su voz sonó con más entidad y terminó brillantemente. Es un tenor ligero en toda regla, que se mueve sin problemas en la zona central de la tesitura y, aunque no destaque por su gran volumen, la voz tiene un bello timbre. Seguramente su carrera se irá afianzando en papeles belcantistas porque atesora una estimable calidad, aún por pulir, que demostró sin fisuras en “Concedi amor pietoso”. Giorgio Caoduro interpretó un excelente Taddeo en el que conjugó perfectamente una gran actuación vocal (estuvo magnífico en su aria “Ho un gran peso sulla testa” como en sus intervenciones compartidas) y actoral (sin duda, la mejor y más cómica escena de la noche fue la protagonizada por Mustafà, Lindoro y Taddeo cuando explican al bey que es un pappataci). Sara Blanch fue una estupenda Elvira, la esposa del bey, con una buena proyección y adaptándose perfectamente a las exigencias de Rossini para este papel secundario. La parte masculina del Coro del Liceo que tan competentemente dirige Conxita García demostró su valía, siguiendo con rigurosidad las matizaciones de la dirección orquestal, aunque en alguno de los concertantes hubo desajustes que, con seguridad, se irán subsanando en representaciones posteriores.

La producción, procedente del Teatro Regio de Turín y que firma Vittorio Borrelli no tiene grandes complicaciones escénicas y resuelve perfectamente, gracias a una sencilla escenografía de tintes califales y un constante movimiento de paneles, celosías y otros elementos, lo exigible por la acción añadiendo una ligereza que se agradece en comparación con propuestas más opulentas. Lo que realmente destaca es una gran trabajo actoral. Los movimientos escénicos están medidos al milímetro y todos los intervinientes (cantantes y figurantes) se entregan, sin reparo, a que la comedia fluya perfectamente. Aunque los toques cómicos no son novedosos, siempre llevan al espectador a la sonrisa y a sentirse cómodo con un espectáculo que, apoyado en una adecuada iluminación y en un vestuario algo hollywoodiense, resulta efectivo sin buscar ser pretencioso.

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