Wagner no se acaba nunca

El Ocaso de los dioses cierra el Ciclo del Anillo en el Teatro Real devolviendo el protagonismo a la trágica Brünnhilde
Wagner no se acaba nunca

El héroe Siegfried ha muerto. Su cuerpo está en la pira. El libreto dice que Brünnhilde, tras quitarle el anillo a su amado y traidor, arroja la antorcha y el fuego prende. Los cuervos de Wotan, padre de los dioses, echan a volar. Brünnhilde monta en su caballo y lo hace encabritarse antes de saltar a la pira. Despavoridos, sigue el libreto, los hombres y mujeres se empujan mientras el Rin crece y se desborda. Hagen, el urdidor de las intrigas, se lanza al río tras tirar sus armas y es ahogado por las Hijas del Rin, que celebran la recuperación del anillo tras la inundación. El palacio de Gunther se derrumba y las llamas se elevan hacia el cielo. Cuando los dioses están cubiertos totalmente por el fuego, cae el telón. Chúpate esa, Roland Emmerich.

En la puesta en escena de Robert Carsen, no hay nada de esto. La escena de la inmolación, quizá las páginas más bellas y emocionantes de la historia de la música, recae sobre los hombros de Brünnhilde. Inmensa interpretación Ricarda Merbeth. El telón ha caído mientras los soldados se llevaban a Siegfried. Toda la escena es para la mujer trágica, más troyana que valquiria, la verdadera protagonista del Ciclo. Sola, frente al público, es Antígona, Medea, Electra y Ariadna, dando la cara siempre por hombres que no lo merecen, que se vienen arriba o abajo cuando las cosas se complican. O que desaparecen. Quizá, Wotan deja de ser el padre de los dioses cuando no es capaz de defenderla del castigo que se pide para ella por defender a los padres de Siegfried, una orden que él mismo había dado. Cuando el poder se desliga de la responsabilidad, todo se desmorona. Es otro motivo que se repite en las cuatro obras del Ciclo, como el choque entre naturaleza y producción.\

Wagner quería germanizar la Grecia clásica, los mitos y la tragedia. En esta última jornada, el punto de partida de su proyecto, es donde esa idea está más presente porque la acción se desarrolla en el mundo de los humanos. Los dioses han perdido el control y, cuando desaparece la trascendencia, llega la tragedia porque los humanos tienen que tomar decisiones en una vida que es única y finita. Moverse es romper cosas. La puesta en escena y, sobre todo, la dirección musical de Pablo Heras-Casado subrayan este elemento y refuerzan la emoción, la tensión y la duda. La música está al servicio del drama más que de la exhibición vocal recordándonos que Wagner es el punto de partida de la música escénica del siglo XX: el cine. Quizá, por eso, se podía echar de menos cierta solemnidad.

De la distopía a la realidad

Robert Carsen presentó su versión del Anillo hace más de dos décadas en la ópera de Colonia. Su puesta en escena, un mundo arrasado por la contaminación, se parecía bastante a la realidad. Aquel año, el cauce del Rin sufría por la falta de lluvia y un diario comparó ambas imágenes. Sin embargo, no dejaba de ser considerado algo lejano, una distopía oscura. Entonces, el optimismo era tal que se publicaban libros sosteniendo que la historia había terminado. Un año después, el 11-S la puso en marcha de nuevo la historia. En 2002, el SARS. En 2003, la guerra de Irak y una ola de calor que dejó decenas de miles de muertos en Europa. Después, la gripe aviar, la gripe A, Brexit o Trump. Guerras en Libia, Yemen o Siria. Miles de refugiados muertos en el mar o abandonados a su suerte. Pasaban cosas que no iban a pasar, pero aún se hablaba de distopía.

El Anillo llegó al Teatro Real en enero de 2019, un invierno entre los dos peores veranos para el Rin. El 21 de febrero de 2020, día de la quinta función de La Valquiria en el Real, Italia registró su primera muerte por covid-19 y, al año siguiente, una multitud enfurecida asaltó el Capitolio estadounidense el seis de enero. Un mes después, en la rueda de prensa de Siegfried, nadie pronunció la palabra distopía. El acto final de la Tetralogía, El Ocaso de los dioses, se estrena cuando vuelve a sonar la palabra guerra en Europa. De nuevo, la ambición, la explotación, el engaño y la mentira que desencadenan la tragedia. Sonámbulos, los países se amenazan. La historia no se termina porque es un anillo. Cuando parece que todo está en equilibrio comienza a desmoronarse. Cuando parece que todo está hundido, surge la esperanza. La historia no se acaba nunca. Wagner, tampoco.

El fin de la trascendencia

La voluntad trágica de la puesta en escena se muestra desde el inicio, donde las Nornas tejen el destino del mundo y, mientras recuerdan los hechos de las tres obras anteriores, profetizan la catástrofe a la que los personajes están condenados. Carsen sitúa a las tejedoras en un almacén de trastos viejos, una referencia más a los programas estadounidenses de telerrealidad costumbrista: desde Forjado a fuego (Siegfried) a los gemelos de las reformas (los gigantes X y X), pasando por el Trailer Park donde Mime cría al héroe. De hecho, la entrada de Siegfried en el palacio de Gunther, con su atuendo de cowboy urbano, recuerda bastante al asalto al Capitolio.

«Del Fresno del Mundo, el fuerte Wotan arrancó una rama, se hizo una lanza con ella y, durante mucho tiempo, la herida fue destrozando el bosque. Las hojas secas se caían, y el árbol se marchitó y murió». El choque entre naturaleza y producción, entre estado natural y la voluntad de poder y acumulación, articula todo el Ciclo. El Anillo y El Capital se escribieron casi simultáneamente y desarrollan el mismo problema: todo es una mercancía. Es algo que desarrolló George Bernard Shaw en El perfecto wagneriano. Las Nornas tejen el destino del mundo con un hilo que ya no pueden atar al Fresno del Mundo, el árbol eterno. El fin de la trascendencia lo deja todo en el aire porque incluso la lanza, guardiana del mundo y depositaria de los pactos, ha sido rota por el héroe Siegfried en la jornada anterior. El único orden es el mercado y la voluntad de poder de los que acceden a él. No hay escapatoria al destino: «Será el último día de los dioses inmortales». Suenan los motivos del destino y la muerte, la tragedia.

Siegfried, sólido Andreas Schager, tiene el anillo, pero no es consciente de su poder y es probable que tampoco quiera ejercerlo. No sabe qué es el anillo ni para qué sirve el yelmo mágico. Su voluntad de poder se manifiesta ante un desafío concreto. Es un hombre de acción, siempre adelante. De ahí que su punto débil sea la espalda. No tiene capacidad de protegerse a sí mismo. En el primer diálogo, entrega el anillo a Brünnhilde como prueba de amor y esta le ofrece su caballo, es decir, movimiento. Con él, llega a la corte de Gunther (Lauri Vasar), hijo de Gibich, un acomplejado rey cuya voluntad está en manos de Hagen, hijo del forjador del anillo, el nibelungo Alberich, presentado como un asesor político sin escrúpulos, al que el bajo danés Stephen Milling le da una presencia física y vocal abrumadora. La escena con el fantasma de su padre Alberich (Martin Winkler), remarcada por el dramatismo musical, es una de las mejores. Carsen sitúa a los gibichungos en una arquitectura megalómana que recuerda al Tercer Reich, un lugar común del Anillo, pero al que la iluminación (Manfred Voss/Guido Petzold) le dan enormes matices. Nunca sabremos cuántos centros de arte contemporáneo podría haber hecho Albert Speer de haber nacido medio siglo después.

La competición con Siegfried, la envidia movida por Hagen, conduce a Gunther a engañar a Siegfried con una falsa hospitalidad. A su vez, el rey está dentro de un plan de Hagen, para devolver el anillo a los nibelungos. Juego de Tronos. Siegfried cae en la trampa y viola a Brünnhilde con el rostro de Gunther tras quitarle el anillo. Lo gané por matar al dragón, dirá poco después, olvidando toda la ayuda que recibió porque él también era un títere. El discurso de la meritocracia necesita del olvido de la comunidad. Justo antes de la llegada del engañado Siegfried, Brünnhilde tiene la primera ocasión de cerrar el círculo. Su hermana Waltraute (Michaela Schuster) le pide que devuelva el anillo a las Hijas del Rin, regresar al equilibrio perdido. Otra gran escena. La apuesta por el dramatismo respalda estos duelos emocionales. Brünnhilde se niega porque es la prenda de amor. La propiedad, incluso cuando está rodeada de buenas intenciones, es destructiva porque lleva a la competición. Este programa, decía un participante de un concurso de cocina, saca lo peor de cada persona, como el anillo. Por eso, Tolkien inventó a los hobbits.

Wagnerismo

La traición de Siegfried y su entrega a Gunther enlazan a Brünnhilde con la tragedia griega. Carsen la coloca en el centro del escenario, vestida de blanco, como si llevase una toga, pidiendo explicaciones sobre el comportamiento tanto de los hombres ambiciosos y ridículos como de los dioses crueles y distantes, que la han sentenciado a la burla y a la desgracia: «¿Estaba todo esto predestinado? ¿Acaso pretendéis hacerme sufrir como nadie jamás ha sufrido?». Después, la venganza. Justo antes, hay una nueva oportunidad. Las hijas del Rin aparecen para explicar a Siegfried el origen del anillo y reclamárselo para evitar su propia muerte. Él desprecia esta oportunidad por arrogancia. Es mío, mi tesoro. Todo empuja al desastre con la fuerza de la vida. Estamos en una tragedia.

Eso es precisamente lo que señala la puesta en escena de Carsen. Brünnhilde se queda sola con el telón caído. La austeridad es arriesgada porque el público puede esperar esa escena llena de acción y personajes, el clásico final hora punta. El canadiense fue el único que recibió algunos abucheos, pocos, cuando subió a saludar. Injustos. Todo lo que no sea literalidad suele tener algo de contestación. De la inmolación, suele destacarse la idea de que el amor es el inicio de la esperanza, pero Brünnhilde también dice que fue la traición de Siegfried y no, su relación lo que hizo que se convirtiera en una mujer: «Todo, todo, todo lo sé... ahora lo entiendo todo». Es decir, el proceso de la tragedia, el proceso del arte. Los personajes toman decisiones para conmovernos. Antes de su inmolación, entrega el anillo a las hijas del Rin para que lo vuelvan a convertir en oro disuelto en el río. Arriba, las llamas de la pira llegan a los dioses, que también tendrán que reencarnarse en otros mitos.\

Quizá, lo que entiende Brünnhilde es que no existe el equilibrio. Cuando parece que todo está en armonía comienza a desmoronarse. Cuando parece que todo está hundido, surge la esperanza. La obra finaliza con el escenario vacío, esperando ser ocupado de nuevo. La historia no se acaba nunca. Wagner, tampoco. El crítico estadounidense Alex Ross lo ha explicado bien en el libro Wagnerismo, un exhaustivo trabajo de la influencia del artista: inspirador de revolucionarios y reaccionarios, de vanguardistas y conservadores, de superhéroes o cowboys. Wagner fue la persona que inventó nuestra manera de relacionarnos con la escena. Por lo menos, hasta que esta se ha independizado en una pantalla. La persona que, sin quererlo, también estuvo al inicio de nuestra forma de comercializar el arte, unido al concepto de ocio y el postureo. El festival de Bayreuth tenía que ser un acto casi sagrado, un anfiteatro griego a oscuras para las nuevas tragedias, pero no tardó en tener también una parte social donde los peregrinos/turistas podían comprar pañuelos o vajillas con el rostro del compositor. La comercialización lo engulle todo hasta agotarlo, como el anillo. Wagner compuso para un mundo que aún no existía y su solemnidad pertenece a un mundo que ya no existe. Por eso, no se acaba nunca.