El ángel de fuego es el significante de algo que permanece indefinido, tanto en el libreto de Prokofiev como en la producción de Bieito, pero que al mismo tiempo apunta en una dirección bien precisa: se trata de la ineluctable marca en el destino de la protagonista de la ópera, Renata. Madiel es el nombre de un estigma, grabado en la mente y en la carne de Renata como un hierro al rojo vivo, y en tal sentido poco importa si se trata de posesión demoniaca como en la novela de Briúsov o de un abuso en la niñez como deja entender la puesta en escena de Calixto Bieito.

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Escena de Calixto Bieito con una estructura de compartimentos como eje central
© Javier del Real | Teatro Real

Atendiendo a esta causa indefinida y al mismo tiempo lacerante, el director mirandés construye una escena sin solución de continuidad. A partir de un cubo rotante que alberga distintas estancias, compartimentos de la mente rota de Renata, la escena se presenta indisoluble y fragmentada al mismo. Es un montaje que se beneficia más de los momentos de intensidad introspectiva que de los pasajes en los que la acción avanza, enfatizando la dimensión interior del drama y anulando el desfase temporal entre las causas y la acción presente a través de la evocación del recuerdo. El uso de las alusiones es sapiente, incluso con la presencia de figuras que no entran en escena, pero que rememoran ese estigma y además dan coherencia también a la exposición narrativa, como por ejemplo en la escena de Fausto y Mefistófeles, en la que la presencia muda de Renata llena de sentido esa angustia y desazón que invaden toda la obra. Es sin duda una dirección escénica de efecto, pero que deja el campo libre a la música y al texto, sin opacarlos, y activando los resortes para generar una tensión y una integridad del desarrollo dramático.

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La soprano Elena Popovskaya como Renata
© Javier del Real | Teatro Real

En relación con el aspecto vocal del segundo reparto, lo primero que hay que destacar es la complejidad de los roles de Renata y Ruprecht. Se ha indicado, de hecho, que la dificultad para las partes principales fuera una de las causas del fallido estreno de la ópera durante muchos años. Y lo cierto es que son papeles exigentes por las características técnicas, así como por el respecto dramático, a lo que hay sumarle el hecho de que prácticamente nunca salen de escena. Es por ello que tanto Elena Popovskaya como Dimitris Tiliakos cumplieron notablemente con sus personajes. Pudieron enfrentarse resolutivamente a la gran masa orquestal, y también destacaron en los momentos en los que la línea vocal era declamada y sin prácticamente soporte instrumental. Faltó cierta expresividad en algunos pasajes más discursivos, de registro medio de la voz, parecían más focalizados hacia las explosiones sonoras y dramáticas. Son partes vocales marcadas por unos tintes expresionistas que no dejan mucho espacio para el lirismo o la amabilidad, aunque Popovskaya destacó por una voz de timbre limpio, incluso aterciopelado, como cuando invocaba a Maidel. Lo fundamental fue la intensidad de los protagonistas que nunca decayó y su resistencia frente a una exigencia vocal para nada sencilla. Los demás personajes del reparto también estuvieron a la altura del entramado musical y funcionales al discurso del propio personaje: son especialmente destacables Olesya Petrova en el doble rol de vidente y madre superiora y Josep Fadó como Glock, mientras que el tenor Vsevolod Grivnov se mostró algo ligero vocalmente y no demasiado convincente en su doble papel Agrippa van Nettelsheim y Mefistófeles.

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Elena Popovskaya (Renata) y Dimitris Tiliakos (Ruprecht)
© Javier del Real | Teatro Real

En cuanto a la dirección musical, había mucha expectación por el debut de Gustavo Gimeno y no cabe duda de que entró por la puerta grande, aprovechando al máximo la incendiaria escritura de Prokofiev. Por un lado, plasmó una sonoridad plena y generosa, pero con equilibrio, integrándose con los cantantes sin que estos se vieran perjudicados por el orgánico instrumental. Asimismo Gimeno aprovechó de los momentos reservados a la orquesta sola –como la escena del duelo en el tercer acto– para construir páginas de gran impacto, con una dirección de gesto preciso y enérgico, y un sonido exuberante, pero manteniendo al oyente alertado a través de una lectura implacable de las brillantes disonancias de Prokofiev. También cabe destacar el acto final, con el coro en escena, y las intricadas indicaciones de la partitura, donde Gimeno procedió con orden, pero aumentando progresivamente la intensidad hasta un vibrante final.

El ángel de fuego tardó casi treinta años en estrenarse por primera vez, casi setenta pasaron antes de que se cantara por primera vez en ruso y casi cien para su estreno en España; esta producción en colaboración la Opernhaus de Zúrich tiene los ingredientes para convertirse en una puesta de escena de referencia. Cierto es que la obra de Prokofiev no es una ópera de esas en las que sales del teatro tarareando alguna de las arias principales, sino una narración incómoda, densa y compleja musicalmente. Por ello, es motivo de elogio su programación en el Teatro Real con una producción sólida, también vocalmente en su segundo reparto, ingeniosa y cuidada en sus detalles.

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