Un tenor quiere liarse con una soprano y un barítono lo intenta impedir. Según el chascarrillo popular, este es el resumen de una ópera. Bromas aparte, la realidad es que con esta sencilla definición podemos dar cuenta de una sorprendente cantidad de obras del repertorio. Pero, afortunadamente, existen alternativas literarias que exploran los límites dramáticos del género. Es el caso de esta Nariz que programa estos días el Teatro Real y que, de la mano del que me parece el creador escénico más interesante de la última década, Barrie Kosky, nos ofrece una interesante experiencia artística para el análisis y la reflexión, gobernada por un fondo de ironía delirante.

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Vasily Efimov (Iván), Alexander Teliga (médico) y Martin Winkler (Platón Kuzmitch Kovaliov)
© Javier del Real | Teatro Real

La nariz –ese compendio de teatro del absurdo, dadaísmo, surrealismo e incluso trazas kafkianas– conecta de modo natural con el lenguaje escénico de Kosky, parecen hechos tal para cual. El australiano es un especialista en recopilar medios escénicos típicos de artes populares y, sin traicionar a su esencia, adaptarlos a las exigencias de los grandes escenarios de ópera. La disparatada historia de ese triste funcionario al que se le escinde el yo, se articula a través del lenguaje del cabaret, tan apropiado para la sátira y la crítica sociopolítica. Maquillajes grotescos y vestuarios espectaculares llenan de extravagancia el escenario, sin que se escatimen medios, conformando un espectáculo visual rabioso de imaginación.  

Como siempre, lo más notable de la factura de Kosky es que logra adentrarse en el peligroso terreno del disparate sin caer nunca en el despropósito ni el ridículo, y potenciando el significado esencial de la obra. A través de coreografías de narices, ensoñaciones travestidas y escenas de vodevil, los profundos temas de la obra de Gógol se presentan claros: las convenciones, el valor de la apariencia y la identidad, por nombrar solo algunos.

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Martin Winkler (Platon Kuzmich Kovalyov), Alexander Teliga (oficinista en el periódico) y el coro
© Javier del Real | Teatro Real

Mucho de esa misma transparencia parece que se ha contagiado a la orquesta. La partitura de esta obra es un campo para la experimentación de un jovencísimo Shostakóvich, fascinado con los lenguajes de vanguardia contemporáneos. El maestro Wigglesworth aprovecha para realizar una lectura en la que los colores orquestales son los protagonistas. Incluso en los momentos más embarullados, esos ensordecedores interludios, las secciones aparecen con personalidad propia, como partes de un todo, pero con la independencia tímbrica –magnífica manera, por cierto, de honrar la esencia del libreto.

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La nariz rodeada de bailarines
© Javier del Real | Teatro Real

No es fácil seguir la miríada de personajes, hasta ochenta entre declamados y cantados, que pueblan esta historia y son interpretados por treinta cantantes; esta es, por cierto, una de las mayores dificultades a la hora de programar esta obra. De ese barullo hay que destacar la notable actuación del protagonista, Martin Winkler, desplegando una variedad de registros teatrales sin olvidar la firmeza del canto, y la de Iwona Sobotka en su cuádruple papel, de los que destaca la hija casadera, interpretado con delicadeza y rigor, compatibles con la vis cómica del personaje. Merecido aplauso a los bailarines y al coro, llevados esta vez más allá de sus funciones habituales.

El que se acerque a esta producción esperando encontrar una estructura canónica, o las grandes dosis de emociones para el alma que suelen acompañar la experiencia operística, se sentirá sin duda decepcionado. La nariz nos ofrece algo diferente, la oportunidad de reflexionar sobre la creación en su contexto histórico, las vanguardias, la política, la sociedad y la filosofía. Todo ello arropado por el poderoso lenguaje visual de uno de los creadores más originales de la última década. Y, por si eso fuera poco, incluso alguna carcajada.

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