Turandot: y el hielo venció

Turandot en el Teatro Real
Turandot en el Teatro Real

Turandot es quizá la ópera más simbolista de toda la producción pucciniana. La legendaria China imperial evocada por Giuseppe Adame y Renato Simoni, con su halo de cuento trágico, influencia de la fábula de Carlo Gozzi en la que se basa, es más una fantasmagoría que una historia de códigos realistas, y mucho menos veristas, corriente a la que se adscribe el compositor de Lucca, manifestándose con voz propia. Así lo ha entendido el director de escena Robert Wilson en esta producción del Teatro Real de la ópera póstuma de Giacomo Puccini, que coproduce la Canadian Opera Company de Toronto, el Teatro Nacional de Lituania y la Houston Grand Opera.

Porque en esta propuesta la imaginación simbólica tiene más poder visual que mostrar el naturalismo de lo que nos cuenta el libreto. Siguiendo su inconfundible sello escénico, Wilson, en su triple faceta de regidor, escenógrafo e iluminador, deshecha como un anatema los decorados, optando por paneles móviles, cambios y gradaciones de luz, con especial interés en resaltar los contrastes lumínicos, oscilando entre el blanco, el azul oscuro, el negro y el rojo, ese rojo sangre que nos remite al dragón de la mitología china.

Los personajes aquí están desposeídos de alma y de verdad, limitándose a ser una suerte de muñecos casi inmóviles mirando a su frente que al hablar no se dirigen a sus interlocutores más cercanos, sólo oscilan sus brazos y manos y cambian sus posiciones en función de los hechos que acontecen en ese ajedrez imaginario del que son piezas. Nos pueden venir a la mente las efigies estáticas de los guerreros de Xián, o los hoy tan extendidos gatos chinos de la suerte, modelos que no distan de ese hieratismo al que el implacable Wilson somete a la mayoría de sus personajes, y que se ve favorecido por los esquemáticos y estilizados figurines orientales de Jacques Reynaud. El único y acusado contraste lo encarnan los tres ministros de Turandot (Ping, Pang y Pong), trasuntos de la commedia dell’arte, revestidos de todo un catálogo de movimientos, por medios de sus brincos y piruetas infantiles y su múltiple gestualidad clown, que los convierte en el paradigma de lo grotesco y lo sardónico, perfecto símbolo de la decadencia de la sociedad a la que pertenecen.

Todo es frío como el hielo que desprende la princesa china, pese a ataviarse de ese rojo intenso, anticipo quizá de su rendición por efecto de la desbordante pasión amorosa de Calaf. En ese clima en el que impera la economía de medios, no es sólo el tener que imaginarse el inexistente gong que golpea tres veces el osado príncipe desconocido para manifestar su voluntad de descifrar los tres enigmas. Hasta la determinante muerte de la esclava Liù no se puede sustraer al símbolo, un suicidio sui géneris que se traduce en una presencia aún viva de pretendida carga poética. La intención está bien clara: muerte declarada al realismo escénico hasta en lo más obvio, como es la propia muerte humana.

Lo que no parece tener en cuenta Wilson, un director muy respetado y que sabe hacer muy bien su trabajo, es que precisamente en el personaje de Liù se necesita traslucir algo más que puro estatismo, ya que, en la concepción del régisseur norteamericano, en la escena de la tortura del tercer acto la tragedia y el drama no transpiran por ninguna parte. Ese rechazo a recrear personajes realistas, y por extensión, rellenos de alma humana, hace que el momento más álgido de toda la ópera sea tan gélido como un bloque de hielo, convirtiendo a la esclava en una especie de muñeca mecánica, desangelada, que parece caer más por inacción de uno de sus resortes que por la presión del torturador ambiente. Liù, una prima lejana de la Olympia de Los cuentos de Hoffmann.

Turandot en el Teatro Real
Turandot en el Teatro Real

Todos los cantantes participan de esa extrema rigidez de teatro griego, incluido el coro, que cumple su labor de masa como espectador de la acción. En ello se implican al máximo los integrantes del Coro Titular del Teatro, demostrando un ejercicio vocal sobresaliente en la partitura más coral de su autor. El segundo reparto presenciado cumple y salva la función en términos generales, pero con ciertos matices. La Turandot de la soprano ucraniana Oksana Dyka, pese a no poseer la tesitura de una dramática plena, exhibe buenos mimbres vocales para el papel, con agudos robustos y graves más limitados. Abusa de cierta estridencia en un timbre afilado que contribuye a hacer a su princesa aún más altiva y repelente, acompañándose de una presencia en escena que intimida a través de la mirada. Más que correcta en su aria de entrada, “In questa reggia”, y en toda la escena de los enigmas, alcanza las más altas cotas de dramatismo en el comprometido dúo final, propiedad musical por entero de Franco Alfano. El esforzado Calaf de Roberto Aronica, heroico en intenciones pese a su postura petrificada, acusa ciertos problemas en el apartado de la afinación en el registro central, unido a una emisión un tanto áfona en el primer acto que mejoró sustancialmente en el tercero y último, llegando en general de forma insolente al agudo. Llegó bien al dúo pero su “Nessun dorma” no fue de antología.

La soprano Miren Urbieta ha dado vida a Liù, tras el cauteloso paso atrás de Maite Alberola. El breve pero exigente papel posee dos arias en las que el sentimiento está a flor de piel y el canto legato es la baza principal, pruebas difíciles de salvar. La cantante vasca tiene un límpido instrumento, de cierta morbidez y tonalidades graves, que vienen bien al personaje, demostrando dulzura en la plegaria “Signore, ascolta”, aunque el filado de la voz que exige Puccini le jugó alguna mala pasada. Perfiló mejor su doble aria del tercer acto, donde mostró su mayor carnosidad vocal, limitándose a hacer a nivel escénico lo que la dirección le exigía, o sea, anular el aspecto dramático de su muerte.

En exceso engolado nos resultó el Timur del bajo Giorgi Kirof, apenas audible por encima del discurso orquestal. Auténtico regalo suponen los tres ministros, formado por el triplete español Joan Martín Royo, Vicente Esteve y Juan Antonio Sanabria, quienes destilan auténtica comicidad, rigor en el decir y entonar, y coordinación de movimientos en sus continuos correteos por el escenario. De irreprochable pulcritud resulta el Mandarín del barítono Gerardo Bullón, y un tanto atemperado, desde esas órbitas celestes, el Emperador Altoum del tenor Raúl Giménez. El maestro Nicola Luisotti es un refinado concertador, recrea con esmero y paleta tímbrica los ambientes exóticos de la partitura pucciniana y su clima solemne, aunque el drama no late lo que se esperaría en toda la escena de la muerte de Liù, donde la máxima escénica de Wilson de “frío como el hielo” parece impregnarlo todo.

Germán García Tomás