Una cama, un sillón, un escritorio. Hay también cajas de sombreros, una peluca, una lámpara. Más adelante, casi en el medio de la escena, un caniche de plástico negro que, atento frente a la corneta de un gramófono, podría representar la versión kitsch de “la voz del amo” de RCA Víctor. En el fondo una gran puerta. Delante, los personajes de una épica menor, la historia trivial de las intimidades vulneradas. El jueves, en el Teatro 25 de Mayo, la Ópera de Cámara del Teatro Colón puso en escena Powder Her Face, la obra del compositor británico Thomas Adès, con libreto de Philip Hensher, inspirado en los escándalos sexuales que protagonizó la duquesa de Argyll y que amplificaron los tabloides londinenses entre los años 50 y 60. Una comedia sórdida, con mucho de caricatura, propuesta en una versión sólida, muy bien resuelta en lo escénico, con la dinámica necesaria en lo musical y un elenco de cantantes-actores sobresalientes.

Convertida en clásico de la ópera de cámara contemporánea, Powder Her Face es un ejemplo prodigioso de música al servicio de la palabra, sus ecos y las hondonadas del inconsciente. En este sentido, la puesta en escena de Marcelo Lombardero tiene la gran virtud de ser esencial, cuidadosa en no intervenir más de lo necesario sobre los personajes. Agobiados por pulsiones desapasionadas, cada uno con su caracterización musical precisa, los personajes están unidos por un rasgo común: todos son humanamente detestables. Es la música la que cuenta, edifica y hasta caricaturiza a esos habitantes de un mundo en descomposición, que son quince, representados sucesivamente por cuatro cantantes. Y es admirable el afecto que pone el compositor para elaborar cada rasgo, lo que dicen o dejan de decir esas soledades. 

Sin prejuicios y lejos de toda solemnidad, Adés traza un delicioso collage que articula en un estilo propio ideas que van desde de Richard Strauss y Alban Berg hasta Maxwell Davies, Gyorgy Ligeti y la comedia musical, por ejemplo, además de originales efectos instrumentales en función de necesidades expresivas precisas. Esas ideas están sostenidas por un grupo instrumental que resume sus necesidades en un quinteto de cuerdas, tres clarinetes, corno, trompeta, trombón, bandoneón, arpa, piano y un nutrido set de percusión. Marcelo Ayub dirigió con precisión, atento a cada detalle en función de la eficiencia escénica y, con la excelente acústica del teatro a favor, logró además algunos momentos de expresividad conmovedora. 

El trabajo de las sopranos Daniela Tabernig y Oriana Favaro, el tenor Santiago Burgi y el barítono Hernán Iturralde estuvo a la altura de una partitura particularmente exigente tanto en lo vocal cuanto en lo actoral. Creíble y espléndida en todo momento, Tabernig, como la duquesa, resultó descollante. No menos que Favaro haciendo de la amante del duque, en el primer acto. O como periodista que entrevista a la duquesa, en el segundo, articulando uno de los momentos más desopilantes de la ópera. También Burgi supo logar momentos notables a lo largo de los dos actos con sus distintos personajes, en particular con el camarero. Iturralde resultó convincente como el juez que condena a la duquesa y formidable en el hierático gerente de hotel que le comunica a la duquesa que su tiempo terminó. 

Es el final, de la ópera y de la duquesa, convertida en una indigente monstruosa que de pronto cae en la cuenta de que su mundo se derrumbó. Se acabó la belleza y ahora “los negros compran casa y los judíos están por todos lados”, sostiene ofendida, antes de perderse detrás de la gran puerta del fondo. Quedaría espacio para la piedad. Pero no es posible para la doble moral de un mundo en el que una mujer se atrevió a vivir como Don Juan. Y no se lo perdonaron.