Descubrir una obra maestra injustamente olvidada es uno de los grandes anhelos de los aficionados a la ópera. La ilusión de triunfar en la arqueología artística se ha alimentado, además, por una ingente cantidad de partituras barrocas que en las últimas décadas han pasado a engrosar el repertorio. Con los grandes autores del Romanticismo, sin embargo, hay menos posibilidades de éxito, a pesar de intentos como este que nos llega desde Valencia.

Hay razones evidentes para que I masnadieri cayera en el olvido y aún hoy sea una obra apenas representada. La estructura dramático musical se adentra en la monotonía con una cadencia casi obsesiva. Es un edificio erigido con la cavatina-caballeta como casi único elemento constructivo. Más que ante esa narración trágica a la que apunta el libreto, por momentos pareciéramos encontrarnos tan solo en un repetitivo recital de hermosas piezas hermanadas.

Este mismo espíritu, encantadoramente monótono, se potencia por un reparto redondo. Circular, no tanto por perfecto, sino por unidad de carácter. La escuela de canto italiana asoma en un elenco en el que es difícil encontrar grandes defectos y que ofrece bastantes virtudes. La Amalia de Roberta Mantegna, ostentosamente belcantista, ofreció una actuación impecablemente medida, emotivamente contenida. Un carácter inocente en el que la media y la plena voz se funden, mostrando homogeneidad en todo el registro y evitando la estridencia en las partes más impetuosas. Su actuación tan solo provoca una duda: su intención de abordar papeles más pesados en el futuro inmediato –mucho cuidado. Su amante-bandido, el Carlo de Stefano Secco, comenzó descolocado y con evidentes problemas en el passaggio, pero rápidamente se redimió para construir un personaje más amoroso que rufián.

Artur Ruciński, castigado por una dirección de actores simplona, defendió bien el papel de malvado con conciencia, luciendo un hermoso color y dejándose la piel en su escena del remordiendo, el único instante intensamente dramático de toda la noche. Hubo nobleza y dignidad en el racconto de Michele Pertusi como Massimiliano. Pero lo mejor de una buena noche vocal fueron los dúos y concertantes, el poder disfrutar de los amables empastes y del canto balsámico de unos artistas que se entienden a través de la escuela y de la técnica.

La puesta en escena de Gabriele Lavia, proveniente de Nápoles y Venecia, se agota en el mismo instante en que se muestra. Tras el impacto inicial de unos grafitis sobredimensionados y de unos figurines que combinan el estilo de Mad Max con el de El país de las maravillas, nada sucede. Ni siquiera ofrece la neutralidad que permitiría que la obra volara en la imaginación del público, sino que lastra la acción fijándola en un entorno poco adecuado, contribuyendo también al carácter estático y repetitivo de la representación.

Pero, afortunadamente, en este caso el propio problema ofrece su solución. Es conveniente abandonar toda esperanza dramática y sumergirse en unos números musicales que parecen regresar independientemente del acto. Tomada a modo de mantra, esta iteración musical nos proporciona una buena dosis de disfrute para los sentidos. Todo esto funciona, además de por los cantantes y de un coro en buena forma, por la siempre excelente actuación de la Orquesta de la Comunidad Valenciana, que ha sobrevivido saludable a la marejada de cambios en la gestión y el podio de Les Arts. La exquisita emotividad del chelo solista en la obertura es tan solo muestra de su buen hacer.

***11