Es conocido el dictum homérico: "Los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que los venideros tengan qué contar". Pues bien, incluso en el giro ilustrado de la versión que Mozart y Varesco elaboraron de la tragedia de Idomeneo, donde el conflicto moral, el dominio de las pasiones por la directriz firme y categórica de la razón y la consecución de la paz como armonización final de las aspiraciones particulares son los principales mecanismos narrativos en el desenvolvimiento de la trama, se acusa la ausencia de un influjo más prominente del elemento divino, fatal o, sencillamente, sobrehumano. Porque la nueva producción del Teatro Real —en colaboración con la Canadian Opera Company, el Teatro dell’Opera di Roma y la Ópera Real Danesa de Copenhague— de Idomeneo, rè di Creta no traiciona la descomunal envergadura de la partitura —antes al contrario: Bolton, la Orquesta Sinfónica de Madrid, el Coro Intermezzo y el reparto solista evidencian durante muchos de los coros y arias el esplendor que la innovación del lenguaje melódico y armónico alcanza en esta pieza, probablemente la ópera de Mozart más injustamente relegada a una posición secundaria dentro de su propio canon—, pero, por momentos, y siempre en relación con las secciones de la obra en que los personajes deben enfrentarse con las implacables fuerzas del destino, la dirección de escena resulta poco audaz o, cuando menos, no tan lograda si se la compara con la excelente y vibrante impronta que propicia el apartado musical.

En primer lugar, la decisión de trasvasar el relato original a un contexto contemporáneo, en el que los presos troyanos trazan un paralelismo con los refugiados de nuestro siglo y las tropas de Idomeneo e Idamante remiten al ejército hegemónico correspondiente, otorga una primacía visual a la masa popular que genera tensiones conceptuales en virtud de lo que, por contra, podemos escuchar: las cuitas amorosas, los titubeos existenciales y, en definitiva, la pugna individualista entre subjetividades tan pronunciadas como difícilmente representantes de arquetipos universales. Ha de aclararse inmediatamente que el talento y la agudeza escenográfica de Carsen son insoslayables y obtienen resultados ciertamente meritorios: los cuadros que incorporan la presencia de un número considerable de actores —que se suman a los no pocos intérpretes corales, poblando por completo el escenario—, como el inicial, el relativo al banquete de las tropas o el sublime «adiós a las armas» postrero denotan ingenio y una efectividad sobresaliente. Sin embargo, este lucimiento no consigue sofocar totalmente el interrogante a propósito de su legitimidad o pertinencia: los súbditos del rey son, en última instancia, circunstanciales para el desarrollo de la acción, y todos los recursos orientados a reivindicar a aquellos como verdaderos protagonistas deben resolver la pregunta por los motivos que justificarían su tratamiento como una entidad autónoma en vez de, a la manera inversa —y, a nuestro juicio, preeminente en el planteamiento mozartiano—, como un mero catalizador de los padecimientos de Idomeneo y su posterior redención. Incluso en el discurso de Ilia los alegatos en favor del pueblo —dirigidos, paradójicamente, tanto al contingente de Príamo como al aqueo— ceden progresivamente terreno conforme se revela su amor por Idamante, al que los primeros terminan por subordinarse.

Pero lo que más desmerece la —insistimos— extraordinaria actuación de Eric Culter, David Portillo, Anett Fritsch y Eleonora Buratto —así como de orquesta y coro— es la pobreza dramática con que las potencias de Neptuno se manifiestan en la diégesis. Los videos de Will Duke no transmiten la amenaza y el temor que se describen en el libreto —en este sentido, es agradecida la elipsis en la transición del segundo acto al tercero que muestra directamente los estragos causados por un monstruo marítimo que el público nunca ve—, algo tanto más incomprensible si se tienen en cuenta las enormes dimensiones de la pantalla sobre la que se proyectan. Tampoco convence la —por lo demás, prodigiosa— voz de Alexander Tsymbalyuk en su declaración oracular, con una tímbrica metálica que alienta más la impresión de la amplificación artera que de la sobrecogedora intervención de un dios omnipotente. Y tampoco equipara la admirable atmósfera sonora de culminación —fruto catártico de un Bolton desatado— el suicido de Elettra en el último cuadro. Estas falencias, que se recortan minoritariamente sobre todos los demás aciertos, sorprenden en la medida que Carsen, Peter van Praet y Luis F. Carvalho demuestran alternativamente las elevadas cotas que su buen hacer puede conquistar. Y es dicha intermitencia la responsable fundamental de que este Idomeneo, rè di Creta sea humano, demasiado humano, y se quede a las puertas de articular una propuesta más espectacular.

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