Idomeneo: epopeya contemporánea

Idomeneo

Los mitos clásicos pueden resultar un tanto ajenos al espectador de hoy. Las epopeyas homéricas, asociadas con su carga bélica y combativa, pueden dejar más o menos indiferencia en el auditorio en su enorme revoltijo de héroes, dioses, batallas y hechos sobrenaturales. Es por ello que para muchos directores de escena se entiende esencial la actualización cuando hay mitos de por medio. La ópera de Wolfgang Amadeus Mozart que ha subido a escena el Teatro Real ha sido esta vez la que, bajo la égida de Robert Carsen, ha visto reconvertido su primigenio universo mitológico en un episodio de ambientación contemporánea.

Idomeneo, rè di Creta, estrenada en Munich en 1781 por un Mozart de 25 años completamente independizado del yugo paterno (un aspecto, el de la relación paterno-filial, que explota ampliamente el argumento del libreto de Giovanni Battista Varesco), es una de las creaciones operísticas más singulares de su genio. El avance estilístico en su combinación de tragedia lírica francesa y ópera seria italiana hacen de ella una obra maestra indiscutible, la más perfecta y compleja obra escénica en su género hasta ese momento, y por ende, la más digna heredera del modelo de la reforma de Christoph Willibald Gluck en su sucesión de recitativos, arias y conjuntos con el fin de subrayar y agilizar el elemento dramático. Para esta nueva producción del Real en coproducción con Toronto, Roma y Copenhague, y la primera con destino a este teatro diseñada por el regista canadiense, se ha optado por la versión revisada de 1786 para el estreno de Idomeneo en Viena, que mantenía lo mejor de ambas premières, pues el salzburgués pulió hasta el extremo todo lo que pudo una obra a la que tenía un grandísimo aprecio y en la que muchas de sus decisiones músico-teatrales contradecían las del libretista. En base a esto, la propuesta elegida es un equilibrio de fuerzas entre las tipologías vocales de los personajes, pues asigna a Idamante la tesitura de tenor, aportando con el cambio más credibilidad al personaje, desde su inicial destino a un contratenor o como ha sido costumbre, el encomendarlo a una soprano.

En su rediseño de la dramaturgia argumental, y con el pretendido fin de remover conciencias, Carsen hace que la Creta homérica se convierta en una sangrante metáfora del fenómeno migratorio de nuestros días, colocando enfrentados a los refugiados (los troyanos derrotados) frente a la policía de frontera (los vencedores griegos). Para conseguir esta dialéctica entre lo que podrían ser vencedores y vencidos, el regista se hace valer de innumerables figurantes que pueblan el escenario por doquier junto con el coro, que representa a la autoridad uniformada, y que al final de la ópera, anulado el terrible juramento de Idomeneo por el oráculo, se verá libre de su rango de poder en un ejercicio general de despojamiento, como dando a entender la posición de igualdad entre ambos colectivos. 

Las continuas referencias del libreto a Neptuno y Troya u otros personajes o lugares recogidos en la Ilíada hacen un tanto ridícula la transmutación a las fronteras actuales, aun así, la inmediatez de este planteamiento escénico le funciona bastante mejor a Carsen que el precedente y un tanto insostenible Das Rheingold visto en este mismo teatro, con el que parece establecer ciertos paralelismos, como ese cadáver en primer término de Elettra, tras su suicidio, con el de Fasolt al final de la ópera de Wagner. La poderosa carga visual de la escenografía se evidencia en las proyecciones de ciudades destruidas, o en esa figura recortada de Idomeneo al fondo del escenario al final del segundo acto desafiando la inexorable voluntad del dios Neptuno. 

Idomeneo
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Frente al componente colectivo y militar, también hay espacio para los afectos humanos que, por su propio carácter universal, apelan al oyente, como ese triángulo amoroso entre Idamante, Elettra e Ilia, y las relaciones entre padre e hijo, tratadas en la completa intimidad de la playa, alejadas del ámbito de lo público. El recurso al Deus ex machina, aunque fuera de escena, es mucho más sutil por su mera invisibilidad en la escena del oráculo, y el componente sobrenatural de la maravillosa escena final del segundo acto, de un fluir musical asombroso, le vale al canadiense para explotar el movimiento escénico de figurantes y coro.

Como apuesta segura, Carsen se apoya en el director musical del teatro, Ivor Bolton, que termina de demostrar ser uno de los mayores defensores de la música de Mozart, junto con el repertorio barroco. Serían incontables los detalles a resaltar de su espléndida batuta. Las gradaciones dinámicas conseguidas en la obertura, las coloraciones tímbricas de las maderas, el empaste cálido y evanescente de la sección de cuerdas, la sonoridad solemne de los metales… Un maestro fuera de toda duda que, cual perfecto hombre orquesta, se encarga de acompañar a los cantantes tocando el clave en los recitativos secos, sosteniendo en todo momento la continuidad del drama mozartiano.

Bolton cuenta con unos cantantes que en el primer reparto defienden la función sin ambages, realzando la credibilidad de sus respectivos personajes y reivindicando su adecuación al estilo canoro. La triunfadora indiscutible de la velada es la soprano Eleonora Buratto, la de mayores medios vocales, dando vida a una formidable Elettra que destina lo mejor de sí en sus tres arias, siendo la postrera, “D’Oreste, d´Aiace” donde desata sus iras en un auténtico espectáculo de perfección técnica que cosecha muchos y más que merecidos aplausos. Como su rival, una voz de delicada belleza brinda al personaje de Ilia la soprano Annett Frittsch, conocida mozartiana en este teatro, de la que se podría pedir un poco más en su implicación dramática pero que destila una deliciosa ingenuidad en sus dos preciosas arias, la del segundo, “Se il padre perdei”, y el tercero, “Zeffiretti lusinghieri”.

En el apartado masculino, la voz del tenor David Portillo como Idamante, aunque pequeña, es melodiosa, agradable y frasea con elegancia, pero le faltan enteros expresivos, máxime si se tiene en mente el referente histórico de Luciano Pavarotti en este papel. Contrasta el mayor cuerpo vocal del también tenor Eric Cutler dando vida a Idomeneo, al que dota de un muy buen gusto y autoridad, matizando el texto con empeño, sobre todo en los recitativos, y brindando una irreprochable versión de “Fuor del mar”. El Arbace del tenor Benjamin Hulett se luce en su recitativo del tercer acto, un personaje del que se suprimen sus dos arias con discutible criterio, por mucho que ralentizasen la acción. Sobresalientes las aportaciones finales del tenor Oliver Johnston como un gran sacerdote de Neptuno que no encaja mucho en el contexto de esta revisión argumental, y la cavernosa voz del bajo Alexander Tsymbalyuk (el formidable Fafner de El oro del Rin), como la providencial voz del oráculo fuera de escena, colocado muy acertadamente en los pisos superiores del teatro. El Coro Titular del Teatro realiza un encomiable trabajo en sus copiosas intervenciones, de un alto nivel de exigencia, y no sólo por lo meramente musical, sino también en cuanto al movimiento en escena.

Un Idomeneo para recordar no por haberse planteado esta epopeya contemporánea en la que nada pretende encajar con el mito original, sino en el que el verdadero valor añadido se ha hallado en el aspecto musical.

Germán García Tomás