Etiquetar. Delimitar el espacio que disgrega disciplinas hasta volver ciego al lenguaje, en su más puro estado comunicativo. Coartar los vórtices de la expresión humana por la intensa necesidad de calificar las producciones artísticas en listados ordenados. Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, presenta el espectáculo con el calificativo de “ópera coreográfica”. Un binomio que es imposible no conectar con el de “danza teatro”, que con tanta destreza arraigó en los escenarios alemanes bajo la firma de Pina Bausch.

La madurez del Dido & Aeneas de Sasha Waltz hilvana ambas artes en trazos invisibles que erizan la piel. Su pegamento no peca de rigidez, ha adquirido la movilidad de cuerpos engrasados por un mecanismo de preciso calibre. La travesía mitológica contada bajo el libreto de Nahum Tate renuncia a disociar lo operístico de lo coreográfico y la dramaturgia se torna fresca bajo el criterio de Jochen Sandig y Yoreme Waltz. La vibración del paisaje melódico, compuesto por Henry Purcell, abraza los cuerpos, resultando innecesaria la distinción entre el cantante y el bailarín. Su sentir barroco recupera la esencia de la masque –forma teatral que intercala partes cantadas y danzadas–, pero asimila códigos contemporáneos fieles a la estética de Waltz. La impactante imagen que interroga a los espectadores mientras acceden a la sala del Teatro Real acrecienta el interés por abordar el universo escénico planteado por la agrupación Sasha Waltz & Guests. El agua, fluido que discurre por los órganos, manantial de vida y sustancia cósmica en movimiento cíclico, aparece envasada en un tanque de cristal de grandes dimensiones colocado sobre una gran estructura que permite la inmersión de los intérpretes. Es Thomas Schenk, en colaboración con la propia coreógrafa, el responsable de una escenografía versátil, eficaz en la exposición decorativa de sus componentes: el gran acuario y un telón de fondo, a modo de fachada, con dos grandes ventanales.

La burbuja de amor, multiplicada por la exhalación natural del aire, hará que crezcan branquias en unos cuerpos que están más próximos a cualquier criatura marina: nereidas, tritones, sirenas, ondinas o medusas, que a un ser humano. Ese mar se prolonga en el ondeo de las parejas, que intercambian pasiones. Se zambullen, bucean, ascienden hasta emerger para inhalar oxígeno. El movimiento coreográfico se ralentiza en la densidad del agua, líquido amniótico testigo del amor que se profesan las parejas, océano que oculta el reino de Cartago –la ciudad hundida–. El discurso operístico traspasa el ámbito sonoro para filtrarse por los poros humedecidos de los bailarines con admirable destreza. El chorro que emana de la tetera –objeto del ritual alegórico de la ceremonia del té– asida por una de las bailarinas, es metáfora de la secreción que brota de los sumergidos encuentros carnales, en la celebración de la llegada de Venus. Un lazo rojo invade cauteloso el espacio: fuego de la Troya ardida, sangre de las víctimas sacrificadas, pasión del amor incondicional que hará morir a Dido.

Los personajes del mito se desdoblan, son sombras sin eclipsar pues conservan la fosforescencia de su voz. La danza se prolonga en el texto, su melodía se entona con articulada vehemencia por la Vocalconsort Berlin, bajo un fraseo instrumental rico en contrastes. Mientras, lo melódico crece en los silencios físicos, corporizada la obra por el esqueleto orquestal de la Akademie für Alte Musik Berlin.

El aura que rodea los cuerpos se ha desprendido de su límite; rozan el aire con su esencia y ejecutan unos movimientos sin estilización evidente, que parecen estar desprovistos de gravedad. La heterogeneidad de las formas dibujadas en el espacio por los grupos de artistas, permite aportar dinamismo a las distintas escenas. La multiplicidad de sus figuras muestra el desarrollo de la acción con una excéntrica plasticidad. Se trabaja con diversidad de elementos, de forma que la pieza se puede transitar entre juegos infantiles, extremidades que ocultan la figura humana –despersonalizando la identidad de los sujetos míticos–, vestimentas que componen un cuadro grotesco fotografiable –por el adorno de plumas, pelucas, enaguas, sombrillas, abanicos, capas, delfines hinchables o gafas de sol–. La celebración festiva se interrumpe por el aprendizaje de un gesto protocolario a la francesa: la reverencia. El rol del maestro de danza social es sustituido por quien enumera las normas a las que toda reina debe adscribirse. Y el abismo de una lóbrega Caverna Sagrada absorbe a los intérpretes hacia su seno. El solo del violín invade el espacio teatral, como también ocupará el coro el pasillo central de las butacas. La imagen de la Creación de Adán de Miguel Ángel se reproduce con una belleza agónica, pues la pareja enamorada tampoco logrará el roce de su piel.

Cupido, encarnado en un cuerpo infantil, ha disparado la fecha del Amor; aunque insuficiente ha debido ser el de Eneas para no poder evitar que Dido se rinda a la muerte. Su cuerpo, oculto en el enredo de su propio pelo cual capullo que aspira a ser mariposa, es la red que atrapa su vida. El destello de las llamas ardientes en honor a Dido, cierran un relato legendario con aires de vanguardia.

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