Comencemos por reconocer que Leo Nucci se hizo el protagonista de su primera visita a Les Arts, de modo absoluto y sin paliativos. Y es que su nombre unido al de Rigoletto es garantía de delirio para el respetable, de poder gozar un espectáculo que transciende lo artístico. Los más entregados incluso habían preparado un final de fiesta a modo de miles octavillas de colores que, en el momento de los aplausos e ilustradas con la cara del ídolo, cayeron desde las gradas superiores y acercaron como nunca la ópera al final de la Champions, puro deleite festivo para los sentidos. Instantes antes, el guion se había cumplido según lo esperado y en el dúo de la “Vendetta” hubo bis, que eso con Nucci nos viene de serie. Un bis que es mejor tomarse con humor ya que, como viene siendo habitual, traiciona su propia esencia por la evidente falta de espontaneidad y por no ser el premio extraordinario a un instante memorable, sino tan solo el resultado de un empeño premeditado.

Nucci volvió a hacer su Rigoletto, el mismísimo que el público demanda y el que le hemos visto tantas veces. La fusión entre artista y personaje llega con él a máximos, como también la independencia: actúa y canta al margen de la producción y ni siquiera cruza miradas con los otros protagonistas. Su interpretación puede no tener excesiva musicalidad, pero rebosa intensidad y carisma, la potencia de la voz sorprende en cada aparición y son admirables las inflexiones dramáticas en el fraseo, fruto de la inteligencia que dan las más de 500 representaciones a sus espaldas. Es en todo caso, el máximo exponente de la ópera entendida como espectáculo y, al margen de consideraciones artísticas, un regalo para el regocijo colectivo.

Cuando el sol brilla, las estrellas desparecen, a esto debieron enfrentarse las muy notables actuaciones de los demás protagonistas. Maria Grazia Schiavo resolvió sin problemas las agilidades y ornamentos del papel de Gilda y ofreció una actuación virtuosa e impecable. En su vertiente más ligera, su exquisito “Caro nome” rozó por momentos lo sublime y en la más pesada, logró sobresalir en sus intensos momentos con Nucci. Tan solo se le podría reprochar el sobreagudo final descolocado –dos veces– en la “Vendetta”, en una actuación canónica vocalmente y conmovedora dramáticamente.

Celso Albelo comenzó por debajo de las expectativas, con un “Questa o quella” algo apagado y carente del seductor júbilo que el personaje requiere; su Duca arrancó más como un satisfecho gobernante que como un don juan. Mejoró según avanzó la noche con un “Parmi veder le lagrime” construido sobre un emotivo legato e impresionó en la cabaletta consecuente “Possente amor”, en la que alcanzó el do agudo con admirable naturalidad. Una actuación muy notable para un artista que sin embargo, como bien ha demostrado en muchas ocasiones, es capaz de aún más. Del resto de un reparto de calidad y sin fallas, destacaron la descarada sensualidad de la Maddalena de Nino Surguladze y la indignada gravedad de Gabriele Sagona.

Roberto Abbado realizó una lectura ágil, intensa en los momentos de mayor dramatismo y necesariamente flexible por la autonomía con la que Nucci operaba por la escena. A pesar de los continuos cambios en su composición, la Orquesta de la Comunidad Valenciana nunca decepciona y volvió a demostrar su calidad en esta ocasión. La propuesta escénica de Emilio Sagi también lleva su sello de identidad. Las grandes lámparas, los paneles estampados y los elementos móviles que ya ha utilizado en otras ocasiones se muestran aquí con un toque más tétrico, apropiado para el espíritu del libreto. Es una apuesta clásica actualizada, en la que la plástica se sitúa por encima de lo conceptual, en la que el gusto vence al análisis. Un placer para la vista con la ventaja de no tener que sumergirse en sesudas cavilaciones.

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