El mordaz deleite de Les Pecheurs de Perles en el Liceu, con Ekaterina Bakanova

Les Pêcheurs des perles en el Liceu©A Bofill
Les Pêcheurs des perles en el Liceu ©A Bofill

Hay un deleite en la incomodidad que pueda provocar la producción de estos Pêcherus de Perles dirigida por Lotte de Beer. En una ópera donde solo la inspirada partitura del jovencísimo Bizet es capaz de sostener el inane libreto en el repertorio internacional, podría decirse que solo una recontextualización escénica del brutal calibre y el minucioso detalle que aquí se presenta es capaz de aportarle sustancia narrativa. Los parajes de la isla de Ceilán son el paradisiaco escenario de un reality show sobre un apantallamiento al fondo que funciona como ciclorama: opaco cuando se proyectan sobre él paisajes, vídeos publicitarios o sketches de presentación de los personajes, pero translúcido al retroiluminarse y desvelar un edificio en sección con casas de diverso estatus donde habita el coro en su papel de pueblo rector. No es ya un pueblo de pescadores sino un heterogéneo muestrario de espectadores que va desde una pareja en apuros económicos a una familia burguesa, pasando por una peña futbolística.

Les Pêcheurs des perles en el Liceu ©Werner Kmetitsch
Les Pêcheurs des perles en el Liceu ©Werner Kmetitsch

Transformado en «Los pescadores de perlas: ¡El Reto!», los simplones desquites románticos del libreto calcan los primitivos impulsos que bambolean a los protagonistas televisivos entre la convivencia más circunstancial y la supervivencia más absoluta, y a los espectadores entre la empatía más febril y la condescendencia más helada a la hora de juzgar con sus votos… ¡si se debe matar o perdonar a los protagonistas por transgredir las reglas del concurso! Las reglas de ¡El Reto! no son otras que mantener el statu quo de los roles del libreto, es decir, la castidad de la sacerdotisa Leïla merced de su amor correspondido por Nadir en un pueblo de pescadores gobernado por Zurga, y protegido por el gran sacerdote Nourabad, que hace las veces de maestro de ceremonias como presentador del programa televisivo.

La escenografía de Marouscha Levy, el vestuario de Jorine van Beek y la dramaturgia de Lotte de Beer están perfectamente ligadas para resaltar el sabor de los artificios de producción del show, por ejemplo, con los grandes solos planteados como soliloquios de confesionario, pero sobre todo para aportar significado narrativo a través de los dislates entre el relato interesado de la productora y las escapatorias de los protagonistas al ojo pegajoso de las cámaras. Desde la gestualidad adversa y tensa entre Zurga y Nadir que escapa a las cámaras puntualmente durante su dúo de exaltación de la amistad, a la evasión total de Nadir y Leïla en el templo aprovechando el sueño del cámara… el punto álgido del planteamiento llega cuando la casualidad hace despertar de madrugada a dicho cámara para descubrir perplejo el romance clandestino entre los protagonistas. Avisada de inmediato la producción para sacar partido televisivo, llega en mitad de la noche el presentador-sumo sacerdote aún pertrechándose la chaqueta y despeinado para emitir una flamante condena… que el público debe votar desde sus sofás ¿Muerte o perdón?

En lo musical, una noche ágil, rica y aplaudida de la cantante rusa Ekaterina Bakanova, en su rol de la sacerdotisa Leïla, que dejó en un segundo plano al enamorado Nadir de un John Osborn que no rindió en toda su plenitud y apagó al devoto, implacable y compasivo Zurga encarnado por Michael Adams. Todos ellos a la merced y despecho del Gran Sacerdote-presentador defendido por Fernando Radó. Una dirección musical acertada y un coro correcto, que jugaba en desventaja musical puesto que su ubicación en los nichos del edificio apantallado mermaba el empaste vocal.

Si por algo se mide una buena obra de arte es por su capacidad para provocar una reacción que nos salve del letargo, no solo conmoviendo sino también conmocionando los clichés de nuestra sociedad, no solo reafirmando las sonrisas de nuestras seguridades sino retratando caricaturas exultantes que nos critican en su deformidad. En este sentido, el montaje de Lotte de Beer es, como decíamos al principio, un incómodo deleite, un montaje mordaz y revelador hasta el punto de rebasar la orilla cingalesa del escenario y llegar a explicar una platea salpicada por algunas parejas que la abandonaban en el curso de la función y unos aplausos salpicados de abucheos al equipo creativo… ¿Muerte o perdón?

Félix de la Fuente