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TEATRO REAL

Éxito rotundo de Capriccio, el testamento operístico de Richard Strauss

Éxito rotundo de Capriccio, el testamento operístico de Richard Strauss
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(Foto: Javier del Real)
martes 28 de mayo de 2019, 20:08h

El público del Teatro Real ovacionó, en el estreno de la ópera Capriccio de Richard Strauss, la excelente labor de un equipo que destiló buen hacer y compenetración bajo la dirección musical de Asher Fish y con la escena a cargo de Christof Loy.

Que Malin Byström es una soprano de consumado talento quedó meridiano a los asistentes al estreno de la ópera Capriccio de Richard Strauss. Su físico -ya envidiable- quedó superado con creces por una voz carnosa, de un bello metal plateado; con la oscuridad necesaria, pero con estables y brillantes agudos. En 2012 la crítica comentó el talento de esta soprano sueca con ocasión de su trabajo en Thais de Massenet en el Palau de les Arts de Valencia, calificándola como una soprano prístina de color y de fuerza. El pasado lunes el público del Real se deleitó con una auténtica diva encarnando a una mujer de carne y hueso, pese a que el papel de la condesa Madeleine, que es cierto que vive pasiones muy reales e identificables por el gran público, no deje de estar cubierto, por su posición social y por la misma ambientación escénica -brillantemente ideada por Chistof Loy- de una evidente – y casi inevitable- capa de sofisticado romanticismo; por una neblina tan sutil y mágica como el blanco traje de encaje de Burselas lucido por Byström en la escena final de Capriccio.

La misma Byström comentaba hace unos días que se siente incapaz de interpretar a una mujer irreal: que sólo se halla cómoda si su personaje es creíble. En su más que asentada carrera la soprano sueca ha sido también Marguerite en Faust, de Gounod, Fiordiligi en Così fan tutte, o doña Anna en Don Giovanni, de Mozart … El papel de la condesa Madeleine, protagonista de Capriccio, va -si cabe- más allá que los anteriores, pues precisa de una soprano en plena forma vocal y física que debe permanecer durante más de dos horas en el escenario, teniendo, además, que reservarse para la muy considerable proeza vocal que le espera en la escena final de la obra.

La escena final de Capriccio, absolutamente extraordinaria, contrasta de forma drástica con el resto de la ópera: sorprende, le da sentido, la completa estéticamente al tiempo que alivia anímicamente al espectador de lo sesudo del argumento; “un argumento que carece de argumento”, como viene a reconocerse en el mismo libreto. Este es de Stefan Zweig y destila su espíritu por todos los rincones, aunque el inmortal autor de Veinticuatro horas en la vida de una mujer no lo firmara, en pleno nazismo, por razones obvias. El argumento de Capriccio podría resumirse como el trasunto operístico de una discusión filosófica en torno a la primacía de las artes, concretamente sobre cuál de estas debe de prevalecer: ¿la letra –el poema- o la música...? o: ¿quizás la tragedia vocal es la única forma artística capaz de fundir estos elementos, haciendo que cada uno complemente y mejore al otro? Esta parece ser la conclusión de Strauss, expresada a través del personaje de La Roche, empresario o director de escena dentro del argumento de Capriccio, cargo del bajo alemán Christoff Fischesser, muy aplaudido en la première de ayer.

Los sentimientos de la condesa Madeleine, gran amante de las artes, encarnada por Byström, son en realidad una alegoría de la cuestión planteada por Strauss. Viuda desde hace unos años, la condesa es cortejada, en la casa en que reside junto con su hermano a las afueras de París, por sendos pretendientes, un poeta y un compositor. Finalmente, la protagonista comprende, en la magnífica escena final, que no puede prescindir de ninguno de los dos sin perder algo de forma inevitable. Para dar vida a sus sentimientos Strauss compone esta parte de la partitura ideando una combinación magistral de orquesta –muy reducida, como toda la obra, en instrumentos, a cargo de Asher Fisch- y voz, que empastan a la perfección. Este pasaje final y el galimatías anterior encarnado por los personajes mientras idean “una ópera sobre la ópera” -momento expresado por Strauss mediante un complicadísimo concertante en el que intervienen todos los personajes principales- quizás sean los momentos más conseguidos de la ópera en lo que a combinación orquestal, vocal y escénica se refiere.

Sin embargo, lo más remarcable de esta ópera definitiva de Strauss sigue siendo el riquísimo lenguaje musical del compositor; un estilo único, pero que precisa, para ser sentido y apreciado como verdaderamente merece, tener muy presente el antecedente fáctico y necesario de la obra de sus dos compatriotas compositores más inmortales: Ludwig van Beethoven y Richard Wagner.

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