La visita de Plácido Domingo al Teatro Real, si bien se sucede cada año, no deja de ser un evento de relevancia, especialmente para seguir constatando como el que fue tenor, y ahora se exhibe en papeles de barítono, sigue pisando las tablas del escenario con convicción y vitalidad. En este final de temporada en el coliseo madrileño se nos ofreció la Giovanna d'Arco de Verdi en versión de concierto, con Michael Fabiano y Carmen Giannattasio en los roles principales. Es curioso que esta ópera, escasamente representada y grabada, cuente sin embargo con dos versiones de Domingo, una de 1972 como Carlo VII (tenor), y otra de 2013, como Giacomo.

Lo cierto es que esta ópera, la séptima de su autor, tiene muchos aspectos que la hacen casi insostenible, y la representación en forma de concierto tal vez alivia las incongruencias del libreto. El autor de éste, Temistocle Solera, usó el drama de Schiller, Die Jungfrau von Orleans, pero redujo tajantemente los personajes e hizo cambios arbitrarios, con lo que el resultado viene a ser un casi inexplicable enredo entre el amor de Giovanna por la patria que se entremezcla con el amor por el rey, un padre celoso que considera que su hija está poseída por el demonio y una heroína que oscila entre ser una campesina y tener aterradoras visiones. Evidentemente, la hechura del libreto no es culpa de Verdi, ni tampoco de los intérpretes de anoche, pero no cabe duda de que incide en el resultado final.

Aun así, hay páginas interesantes, de auténtico dramatismo, que permitieron al reparto ganarse el favor y los aplausos de los presentes. En primer lugar, es menester destacar el buen hacer de la Orquesta Titular del Teatro Real con James Conlon en la dirección, junto con el Coro Titular que igualmente estuvo en estado de gracia. Conlon dirigió, desde la sinfonía, con trazo ágil, ritmo sostenido y sonido robusto y bien empastado. A su vez, el coro tiene una centralidad a lo largo de la obra, contribuye a salvar el todo, como en el segundo acto, y podemos reconocer en su uso trazos del mejor Verdi. La cohesión entre coro y orquesta y su solvencia a lo largo de la obra, sin altibajos, fue de lo mejor de la velada y Conlon fue merecidamente ovacionado.

En cuanto a los cantantes, hubo luces y sombras. Es cierto que la reducción de roles impone a los mismos un mayor peso y responsabilidad, pero la sensación global es que a medida que avanzaba la obra su estar en escena se hacía cada vez más rutinario y artificial. El más solvente fue Michael Fabiano, quien mantuvo un registro coherente, unas pautas rigurosas y una voz de buen caudal, entonada y acorde a cada situación. Cumplió bien en las arias como en "Sotto una quercia parvemi", así como en los dúos con Giannattasio como en "T’arretri e palpiti!" (acto I) y en las escenas de conjunto, especialmente cuando estaba presente el coro.

Carmen Giannattasio estuvo irregular, aunque eso sí, fue de menos a más. Cabe decir que es un papel difícil, impregnado de belcantismo en lo musical y complejo en lo dramático. Giannattasio tiene una bella voz, rica de armónicos, potente cuando es necesario, desafiante como el rol de Giovanna, pero le faltaron matices y sentido musical en relación con la partitura. Estuvo más desacertada cuando intervino sola, por ejemplo, en la cavatina "Sempre all'alba ed alla será" o en "O fatidica foresta", donde el fraseo brilló por su ausencia, las notas altas resultaron exageradamente preparadas y con falta de naturalidad. En los dúos y en los conjuntos, se ajustó mejor y moduló su voz con mejores resultados, también en la entonación. Sobre Plácido Domingo hay que decir que cumplió con las expectativas y que es interesante escucharle, a pesar de los inevitables límites vocales, que supera con oficio y con experiencia. Aun faltándole amplitud y anchura en la voz y con dificultades en los pasajes más extensos, supo colmar esas faltas con una óptima vocalización, una articulación dramática persuasiva y una visión de conjunto de la obra que ayudó al resultado final.

Cabe mencionar que, aunque individualmente ninguno brilló demasiado, en las escenas comunes (en especial cuando participaba el coro) parecían camuflar bien sus límites, destacar sus virtudes y hacernos olvidar lo improbable del libreto y la música –algo monótona y repetitiva por momentos. Aunque ello no quita la impresión de mero trámite que se transmitió, la falta de empeño y convencimiento. Una versión de concierto de una ópera puede ser más exigente, porque si bien se libra del juicio sobre la puesta en escena, no cabe duda de que toda la atención se concentrará en la música, cuya ejecución debe esmerarse con un detalle mucho mayor que el de recorrer la partitura de la primera a la última página.

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