Conocemos cuál era la concepción que tenía Mozart del teatro por una carta dirigida a su padre tras el estreno de Idomeneo: “en una ópera la poesía debe ser absolutamente hija obediente de la música”. Tanto es así, que en sus títulos la dramaturgia casi se transmite más por los sonidos que por las palabras, aunque estas las firme, como es el caso, Lorenzo da Ponte. Sin embargo, dicho orden ha de mantener un equilibrio, ya que, si la obediencia muta en sumisión, como sucedió en estas Bodas, surgen problemas.

Christopher Moulds, especialista en la ópera barroca, desplegó un gesto preciso y claro, siempre dispuesto a marcar el más mínimo detalle y, sobre todo, a destacar esa dramaturgia musical que Le nozze necesita. Por ejemplo, para mostrar la nobleza y la dignidad de la Condesa, los clarinetes y fagotes la acompañaron con la sensibilidad con la que el compositor sabía tratarlos; cuando a Cherubino lo quieren hacer infante, trompetas, trompas y atabales sonaron arcaizantes y con cómica marcialidad, y si Fígaro dice que la cabeza le da vueltas, surgen unas obsesivas escalas descendentes en bucle. Si se embrolla la trama, la música también. A la cuerda le sentó bien una articulación pronunciada y directa y los tempi vivos ayudaron a agilizar la comedia.

Pero, precisamente, desde un foso más elevado de lo habitual mediante unas tarimas, fue de donde surgió la tara principal de la representación: todo se escuchó muy fuerte. La Orquestra de la Comunitat Valenciana sigue sonando de maravilla pese a las dificultades que sufre para conservar su plantilla, pero fue inmisericorde y el director no lo evitó. Tapó en muchas ocasiones a los cantantes de un elenco que, salvo en casos puntuales, tenía dificultad para hacer llegar su sonido al patio de butacas. Incluso costó entender algunos recitativos convertidos en aburridas letanías ante la falta de musicalidad. En los que destacó, eso sí el buen papel del fortepiano y el violonchelo durante toda la función.

Sobresaliente estuvo María José Moreno. Una Condesa noble, no por estirpe, sino por carácter, digna y sensible. Tonteó con Cherubino, pero sin olvidar su objetivo: escarmentar a su marido, del que dijo añorar el amor que le profesaba antaño. Mostró buena proyección, sonido caudaloso, facilidad para el agudo y musicalidad. En “Dove sono”, con emoción contenida y muy buen canto, levantó cálidos aplausos y alguna ovación.

Le siguió en acierto Cecilia Molinari, quien supo caminar entre los ligeros tempi. Proyectó su delicado timbre, dotó de direccionalidad al canto y superó a una orquesta que le sirvió un “Voi che sapete” detallado y preciso. Estuvo simpática en su atolondrado y adolescente flirteo y en acentuar con gracejo los ademanes masculinos. Sabina Puértolas lució un sonido redondo, definido y timbrado, pero pequeño. Derrochó ironía y gracia. Su última aria fue hermosa, de mujer madura, y su gestualidad, más que su canto, delató el estamento social al que pertenece Susanna. Destacaron también Susana Cordón y la deliciosa Barbarina de Vittoriana De Amicis.

Las principales arias de Robert Gleadow sonaron lejanas. Fue apreciable su esfuerzo por seguir la marcada articulación cuando así se le solicitaba desde el podio. A Andrzej Filończyk le falta peso en el grave, lo que resta autoridad al taimado Almaviva. Por el contrario, demostró garra al encarnar el orgullo del noble herido. Valeriano Lanchas, de sonido grande y abrupta expresión, fue un Bartolo con aspecto de Carlos IV en los cuadros de Goya, de vis cómica junto a su pareja, Susana Cordón. Costó entender alguna parte de Joel Williams y el director tuvo que frenar a Felipe Bou, entregado a la comicidad, por precipitar alguna de sus intervenciones. Correcto José Manuel Monte como Don Curzio.

Ante las mencionadas irregularidades, el Cor de la Generalitat Valenciana se erigió en una sección equilibrada, sutil y de bellísimos colores. Cabe destacar las campesinas del tercer acto en el que Moulds resaltó los bordones que Mozart escribe con carácter popular.

El público celebró los golpes de humor, pero a consecuencia de la dificultad de escuchar las voces, la placidez que Emilio Sagi pretendía que encontráramos en su propuesta se convirtió en incomodidad. El director de escena plantea una versión hiperrealista, así lo dijo cuando la estrenó Jesús López Cobos en el Teatro Real de Madrid (2009). Amplios y espaciosos decorados dan cabida a la sensualidad que destila una comedia que aborda varios de los eros posibles: el adolescente, el conyugal y el adúltero. El vestuario goyesco nos recuerda que Vicente Martín y Soler puso de moda esos mismos ropajes en Viena y la iluminación hace intuir que más allá de los ventanales vive una ciudad bulliciosa y cálida como Sevilla. Un marco, mediterráneo, en definitiva, que bien podría ser alguna de las fincas que iniciaron el incipiente comercio de la naranja en Valencia en estas mismas fechas; territorio, según el botánico Antonio José Cavanilles, otro valenciano coetáneo de Mozart, “donde la naturaleza y el arte concurren para recrear los sentidos”.

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