La cegadora revelación virtual de Turandot en el Liceu, de Franc Aleu

Turandot en el Liceu. Foto: © J. Vidal

Turandot ofrecía al público original del siglo XIX un desplazamiento al exotismo y al extrañamiento del lejano Oriente. Hoy, en la propuesta del director Franc Aleu para el 20 aniversario de la reconstrucción del Liceu, se materializan los mismos conceptos en un exótico y extraño futuro distante. Tras unas gafas holográficas, los ciudadanos viven sus vidas en una virtualidad compartida, en la proyección fluorescente de un imperio auspiciado por la divinidad incontestable del emperador y su hija Turandot.

Si alguna virtud hay que destacar de la producción es la habilidad de Aleu para replantear desde el desenlace lo inverosímil del libreto como un espectáculo pertinente y revelador.

El montaje contrapone las potentes dinámicas visuales de la escenografía y las proyecciones con el estatismo de una dramaturgia muy afín a las posiciones fijas y hieráticas propias de Oriente. Las videocreaciones del director recrean a su vez arquitecturas filamentosas y efectos atmosféricos que enfocan los ojos del espectador sobre la misma realidad virtual de la que participan los personajes: cúpulas geodésicas con nervaduras de neón, campos de fuerza, burbujeos efervescentes  sobre las cabezas cotillas de los ministros, la radiación destelleante del emperador, etc., todo ello entre los concisos cromatismos delineados por la batuta del maestro Josep Pons con la orquesta de la casa.

Turandot en el Liceu. Foto:
Turandot en el Liceu. Foto: © A. Bofill

Las proyecciones complementan tanto la dramaturgia como la escenografía del propio director junto a Carles Berga y el vestuario de Chu Uroz con visores, pecheras, ribetes y peinetas fluorescentes con motivos orientales, en una visión extraña y atractiva de una urbe futurista. Tres parejas de escaleras curvadas con alturas crecientes rotan en coronas concéntricas para ensamblarse entre sí y con la pieza central que sirve de trono al emperador y de ventana mística desde la que aparece Turandot. En su conjunto, este trono-podio central junto al emperador y Turandot, construye en cierto modo la imagen de un coloso gobernante sobrenatural con dos brazos mecánicos.

En cuanto al replanteamiento de la trama, recordemos que la princesa Turandot blande el drama de una antepasada suya que murió tras ser violada y abandonada a su suerte para fijar las condiciones con las que aceptar un esposo: este deberá resolver públicamente los tres enigmas que ella plantee, so pena, si falla, de ser decapitado. Unas condiciones que a nuestros ojos, hoy, pueden verse a la vez como un acto de rebeldía a las políticas de dominación territorial basadas en el matrimonio y, sencillamente, como la descarga personal de un puro acto de misandria.

Iréne Theorin encarnó una muy digna Turandot, desde la frialdad de «la cruel», que la llaman los ministros, a su vuelco amoroso final, inverosímil en el libreto pero que aquí, como luego veremos, resulta audaz y revelador. Jorge de León interpretó al príncipe desconocido, Calaf, en una noche constante donde su «Nessun dorma» logró despuntar los aplausos del respetable. El príncipe, previamente despojado de su reino por el actual emperador, llega a la ciudad con una cierta indiferencia y se topa con su anciano padre y su sirvienta Liù.  Pero de pronto su indiferencia se vuelve pura fascinación al ver el rostro radiante de Turandot, su cara de luna rodeada por una corona luminosa. Sumido en su instantánea fascinación, golpea el gong de los tres enigmas como un lunático que ignora las advertencias de todos, incluidos los ministros Ping, Pang y Pong interpretados irreprochablemente por Toni Marsol, Francisco Vas y Mikeldi Atxalandabaso.

Turandot en el Liceu. Foto: © A. Bofill

Contra todo pronóstico el príncipe resuelve los enigmas, pero Turandot no afronta las consecuencias de su propio juego y se niega a desposarse con él, que sin embargo le plantea una solución: bastará con que ella averigüe su nombre antes del alba para que él muera. La cruel ordena, desde el poder, interrogar y torturar a sus ciudadanos para sonsacarles el nombre, entre ellos al vagabundo padre y a su sirvienta Liù. Ermonela Jaho fue sin duda la cantante de la noche en su interpretación de la sirvienta, vitoreada en el primer acto cuando confiesa en pianísimo al público su amor por el príncipe Calaf y finalmente cuando se suicida para no revelar, por amor, dicho nombre a Turandot. Y ahí es cuando ocurre: el príncipe, a solas con Turandot, toma su rostro para besarlo cuando ella se aparta y él queda asido a la corona luminosa de la princesa, a su divinidad, a su celestial constructo virtual ahora hueco de facciones humanas al que él sigue susurrando palabras de amor y besando en un aparte catártico e insignificante.

Sin embargo, ahora Turandot, ante el cadáver de Liù, despojada de su propia deidad, se conmueve quizá por primera vez ante la humanidad del amor y le besa los labios, una mujer que antes magnificaba un drama que no le correspondía, el de su antepasada, contra otra mujer que minimizaba un drama que sí era suyo, el del amor oculto e irrevelable.

Félix de la Fuente