La tabernera del puerto es, tal vez, la composición que mejor refleja lo sucedido durante la Guerra Civil española. Estrenada en Barcelona el 6 de abril de 1936, no se pudo ver en Madrid hasta 1940. Y entonces, no la dirigió Pablo Sorozábal. Se lo prohibió la Falange, pese a que ya había sufrido la consecuente depuración: era de izquierdas y defendió la legalidad republicana. Además, esta presentación fue boicoteada por un grupo de falangistas, orquestado por Federico Moreno Torroba y el periodista Víctor Ruiz Albéniz, entre otros.

Tampoco fue ajeno a esta hostilidad el proceso de redacción del libreto. Varios historiadores sitúan el punto álgido beligerante, de no retorno, en 1934, en la revolución de Asturias. Así, de entre este marasmo, Mario Gas resalta dos aspectos. El primero, precisamente, la violencia, aquí dirigida hacia la mujer. Marola es utilizada (y golpeada) por su padre, un contrabandista. Según las vecinas de Cantabreda, villa marinera imaginaria, la joven embruja a sus maridos en la taberna, y por ello la señalan y acosan igual que harán los habitantes de la cerrada comunidad de Borough con Peter Grimes, a pesar de ser inocente. Incluso, Abel, un jovenzuelo que se enamora de ella, se cree en posición de exigir que le corresponda.

El segundo elemento es un compendio de postulados ideológicos. Encontramos cierto matiz anticlerical: iglesia y ermita son sinónimos de taberna, varios personajes se declaran más o menos ateos (impensable en el nacionalcatolicismo) y, al inicio, el coro mezcla la Salve con una tonada profana. En otro momento, Chinchorro, un marinero beodo que hila refranes como Sancho Panza, juega con las palabras motín y mitin, en una clara alusión política. El tango de Simpson tiene calado social y Marola declara que le gustaría escoger “si fuese libre y sola, y hubiera de opinar”. La mujer votó por primera vez en España en 1931.

Pero, lo fundamental es que la estructura es diáfana y la trama directa. Se dirige a un público popular, de pueblo, como decía Sorozábal. Aficionados a los que los autores hablan con un lenguaje correcto y se reconocen en el cine: ese Tarzán y ese Charlot mencionados. Éste, el séptimo arte, entre otras cosas, acabó con la zarzuela. Sin embargo, el telón en blanco y negro en el que se impresiona el título podría ser el inicio de cualquier película. También, la fanfarria que acalló a los asistentes al comenzar el segundo acto.

La teatralidad fue refinada y la dicción natural, superando así la engolada prosodia de algunas versiones de los años sesenta. No obstante, se echó en falta la cercanía e inteligibilidad de un teatro más pequeño. Otro aspecto interesante lo constituyó la labor de los actores-cantantes, que sirve de argamasa argumental. Son personajes marginales y minusvalorados: un muchacho barbilampiño y dos borrachos, que ya se sabe: siempre dicen la verdad. Hay que añadir la sensatez de Simpson (soberbio Rubén Amoretti). Ruth González estuvo brillante, a pesar de que le faltó presencia en el terceto cómico. Pep Molina y Vicky Peña ajustaron un dúo nada fácil. Ángel Ruiz, acertado y de fina comicidad.

Amoretti, Ángel Ódena y Abel García firmaron un terceto-habanera que destiló pura nostalgia. Ódena, convincente en su paso de padre envilecido a tierno en el final, configuró una festiva “La mujer de los quince a los veinte”, una especie de "aria del catálogo" creada para el barítono Marcos Redondo. Antonio Gandía mostró un sonido de tintes krausianos. Planificó la romanza “No puede ser” con acierto, para llegar a una emotiva conclusión. Marina Monzó debutaba en el rol. Su sonido es bonito y luminoso, fraseó con gusto y encandiló en la conocida “En un país de fábula”.

La función del coro es contribuir a crear texturas con vocalizaciones a bocca chiusa y su intervención en “Aquí está la culpable” es un regalo envenenado: requiere presteza y capacidad de reacción, impedida esta vez por la rápida y sorpresiva salida en tromba desde bambalinas. García Calvo se encargó de empastarlo todo. Creó irisaciones ora impresionistas, ora wagnerianas, e hizo gala de creatividad al imitar el timbre del acordeón que toca Abel con los vientos. Fusionó perfectamente lo popular y lo culto. Incluso fue tierno en el acompañamiento de la última romanza de Juan.

El respetable disfrutó de unas melodías que musitó y aplaudió en consecuencia. El estreno fue un éxito. Tal vez sea el momento de desempolvar las versiones de Adiós a la bohemia y Black, el payaso de Mario Gas, que no se vieron “en provincias” en su momento. Por otra parte, echamos en falta un breve ensayo en el programa de mano con el que cumplimentar el disfrute. Hay títulos como este, “la última gran zarzuela de la historia”, que aún tienen mucho que decir.

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