Tiene razón Slavoj Zizek con eso de que la opera buffa es “un género democrático” y acierta Matabosch citándolo al comienzo de las notas que ofrece el Teatro Real a su público, aunque apenas haría falta mencionarlo, es algo que cualquiera puede apreciar, pues uno no tiene que hacer ningún tipo de esfuerzo para disfrutar de L'elisir d’amore.

Uno puede, habiéndose comprado la entrada, sentarse cómodamente en su localidad y disfrutar. Sin estar preocupado por si la cocina del restaurante habrá cerrado para cuando se salga de la ópera o sin necesidad de acudir bien cafeinado para no caer en los brazos de Morfeo durante algún interminable recitativo. No, y tal vez por eso puedo afirmar con bastante seguridad que este género funciona muy bien para nuestra época.

Como iba diciendo, uno se puede sentar en su butaca cómodamente mientras observa con curiosidad un escenario lleno de color y de detalles que luego puede que no tengan ninguna relevancia en la escena, pero distraen mientras advierten de que se deben apagar los móviles y esas cosas. No se sube el telón porque ya está subido, la música empieza y, desde ese mismo momento, todo es movimiento. Actores, bailarines, coro y cantantes se deslizan constantemente de un lado a otro del escenario hasta tal punto que el espectador no sabe a qué mirar. Aquí una chanza, allá uno que tropieza, al fondo un coche y unos hinchables y en primer plano un barítono cantando a una bailarina en bikini contoneándose. ¿De veras hay alguien a quien esto no le suene bien? Se puede ser wagneriano o anti-wagneriano, pero aún no he oído a alguien proclamarse anti-donizettiano y claro, es entendible por qué.

Pero para que unos disfruten otros deben sufrir y en este caso les toca a los cantantes que deben pasearse por todo el escenario, agitarse, tirarse al suelo e incluso pelearse mientras se cuidan de afinar, empastar con la orquesta, con el resto de cantantes y mantener el tempo y la línea melódica. Como actor destacó notablemente Juan Francisco Gatell en el papel de un Nemorino al que caracterizó de forma espectacular. Incluso en la voz se notó como al principio era más tímida y reservada para ir desarrollándose a lo largo de la ópera. A pesar de que la producción está repleta de escenas surrealistas, la voz de Gatell se ajustaba a lo que trataba de transmitir, ¡incluso cuando tenía que hacer de borracho la voz tomaba otro carácter! Muy diferente al "Una furtiva lagrima" en el que, a pesar del hermoso timbre que mostró, se echó de menos algo más de expresividad y generosidad en los matices.

Gianluca Capuano, el maestro, mostró cierta flexibilidad con los tempi, especialmente en esta famosa aria, sin embargo, no fue tan amable con los matices y en algunas ocasiones la orquesta llegó a tapar a Sabina Puértolas que dio voz a Adina. La soprano ligera lidia muy bien con este repertorio repleto de gorgoritos y agudos, sin embargo, aún le falta ganar potencia en el registro medio para que la orquesta no le ponga en un aprieto, sin embargo, esta misma circunstancia le permite destacar notablemente en unos números conjuntos bien balanceados.

Dulcamara, es un personaje peculiar, guasón y extrovertido y precisamente así lo interpretó Adrian Sâmpetrean, sacrifica, eso sí, la línea melódica, lo que es el bel canto, vaya, en favor de la actuación, algo que sería imperdonable para los papeles de Adina o Nemorino, pero que en el caso de Dulcamara es perfectamente justificable.

Borja Quiza fue quizás el que menos destacó tanto por una actuación un tanto seria y rígida como por una voz que tampoco destacó salvo por la belleza de su registro medio: sonoro y vibrante. Tampoco le da Donizetti mucha oportunidad de lucirse en solitario y su voz no terminó de funcionar completamente con la de Gatell, quien sí conectó con Adrian Sampetrean, dejándonos como momento destacado de la velada el dúo del primer acto: “Obbligato”.

Y al final, el público creo que salió feliz. A alguno le ofendería ver tanta carne, tal vez, pero, en general, creo que hoy en día la gente es ya casi tan liberal como en las primeras décadas del siglo pasado en la que los géneros sicalípticos como el cabaret eran los reyes de la escena madrileña, antes de que el cinematógrafo convirtiese los teatros en cines y el liberalismo económico los transformase después en tiendas de ropa. Yo les dejo pensando, y ya me dicen, si ven esta escenografía de Michieletto como algo rupturista y contemporáneo o una mirada a la época de los cabarets que, miren ustedes, igual hasta eran más democráticos que la opera buffa.

****1