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crítica | ópera
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Asignatura aprobada (con nota)

Éxito incontestable en el estreno de 'Il pirata' de Bellini en el Teatro Real

Sonya Yoncheva y Javier Camarena, protagonistas absolutos de 'Il pirata'.
Sonya Yoncheva y Javier Camarena, protagonistas absolutos de 'Il pirata'.Javier del Real / Teatro Real
Luis Gago

Detrás de los libretos de la amable y liviana L’elisir d’amore, y del título que la ha antecedido esta temporada en el Teatro Real, la sombría y romántica Il pirata, se encuentra una misma persona: Felice Romani. No en vano fue el libretista de dos generaciones de operistas, entre ellos Rossini, Donizetti, Bellini, Meyerbeer, Mercadante, Mayr y Pacini, lo cual lo convierte en un protagonista excepcional –aunque mucho menos visible, por supuesto, que compositores y cantantes– de uno de los períodos más gloriosos y feraces de la ópera italiana.

'Il pirata'

Música de Vincenzo Bellini. Sonya Yoncheva, Javier Camarena, George Petean y María Miró, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Maurizio Benini. Dirección de escena: Emilio Sagi. Teatro Real, hasta el 20 de diciembre.

Mientras que Gaetano Donizetti, desmesuradamente prolífico, sabía alternar con naturalidad entre tragedia y comedia, su casi exacto coetáneo Vincenzo Bellini, un creador más lento y concienzudo, parecía nacido para el drama. Aunque natural de la luminosa Catania (el autor de Lucia di Lammermoor era bergamasco), sus óperas beben de un romanticismo lleno de brumas psicológicas y entornos sombríos. Vale para él la confesión de Charles Maturin, un clérigo dublinés que escribió en 1814 Bertram, fuente de inspiración literaria del libreto de Romani para Il pirata a través de una libre traducción francesa: “Si poseo algún talento, es el de ensombrecer lo lúgubre y acentuar lo triste; el de pintar la vida con extremos; y representar esas luchas de la pasión cuando el alma tiembla al borde de lo ilícito y lo perverso”. Curiosamente, de 1814 data también el poema El corsario de Lord Byron, que conoció la obra de Maturin y que define a su propio pirata, Conrad, como “ese hombre de soledad y misterio / al que apenas se le ha visto sonreír y raramente se le ha oído suspirar, / cuyo nombre espanta al más fiero de su tripulación / y tiñe cada mejilla morena de un color cetrino”.

Gualtiero, el pirata de Romani y Bellini, es mucho menos amedrentador y más bondadoso, aunque vive penando amargamente por el amor perdido de Imogene, casada con su rival Ernesto, que lo derrotó en el pasado y provocó su exilio criminal en el mar. No hace falta saber mucho más para disfrutar de esta primera visita de Il pirata al Teatro Real, erigido en la Plaza de Oriente cuando la ópera ya había disfrutado de su período de gloria. Luego, como le sucedió a tantos títulos aparentemente secundarios de Bellini, Donizetti e incluso Rossini, llegaron largas décadas de olvido y una lenta y progresiva resurrección más de un siglo después, siempre auspiciada por cantantes que decidieron reivindicarlas como las obras maestras que nunca dejaron de ser. En nada desmerece, por ejemplo, Il pirata de los títulos más conocidos de Bellini, con la baza a su favor de que precedió y preparó el camino a todas ellas, pues fue compuesta cuando su autor tenía tan solo 25 años. Pocos meses antes de su estreno milanés había muerto Ludwig van Beethoven en Viena: las semillas del Romanticismo musical estaban empezando a prender en un suelo muy fértil.

El personaje protagonista fue interpretado originalmente por un cantante portentoso, Giovanni Battista Rubini, que ya había participado en el estreno en Nápoles de la primera ópera importante de Bellini, Bianca e Fernando. Ambos, contratados por el mismo empresario, Domenico Barbaja, viajaron juntos durante parte del viaje hasta Milán e incluso se alojaron en la misma casa en la capital lombarda, ya que cantante y compositor probaban los diferentes números de la ópera que a protagonizar el primero nada más ser compuestos. Pero Rubini era un prodigio de la naturaleza, capaz de cantar con aparente facilidad notas agudísimas y moverse con comodidad en un registro inusualmente extenso. En una carta que envió a su tío dos días después del estreno, Bellini dijo que la cavatina inicial del tenor había causado en el teatro “un furor inexpresable”, mientras que su dúo con Imogene al final del primer acto provocó que “el público, con todos gritando como locos, montara un estrépito que parecía infernal”. Resulta casi simbólico que, tras cantar Gualtiero sus primeras notas, la reacción de Goffredo al oírlo sea exclamar “Qual voce!”, que vale tanto para la anagnórisis como para verbalizar la conmoción que provocaba Rubini en cuanto abría la boca.

El encargado de remedar al histórico tenor ha sido Javier Camarena, favorito del público de Madrid, que sigue lisonjeándolo y aclamándolo con entusiasmo a pesar de lo que tiene todos los visos de ser casi una sobreexposición pública en los últimos tiempos. Lo cierto es que el mexicano es uno de esos artistas que provocan cualquier cosa menos indiferencia: por su entrega palpable, por la credibilidad que imprime a los personajes que interpreta y porque todas y cada una de las frases que canta son exquisitamente musicales. La tesitura de su Gualtiero es en muchos momentos incomodísima, sobre todo por la insistencia de Bellini en castigar la zona del passaggio, siempre generadora de tensión física en el cantante (Rubini, capaz de encaramarse hasta un Mi, debía de tenerlo por encima de la mayoría de los tenores líricos actuales). Quizás esto explique los cortes tristemente sistemáticos a que fueron sometidas las cabalette de sus dos arias, dúos, trío y final del primer acto: la única manera de llegar vivo el tenor hasta el final.

Sonya Yoncheva, en el comienzo de su escena de la locura del final de la ópera.
Sonya Yoncheva, en el comienzo de su escena de la locura del final de la ópera.Javier del Real / Teatro Real

Sonya Yoncheva encarna a una Imogene muy diferente, mucho más distante y por momentos casi seráfica. Sus limitadas dotes como actriz no se corresponden con sus excepcionales cualidades como cantante. Buena conocedora de esta producción por haberla estrenado en el Teatro alla Scala de Milán, canta los pasajes más endiablados con aparente desparpajo vocal, agudos hermosísimos, graves con cuerpo, notas de los pasajes en coloratura siempre bien colocadas. Se toma generosas libertades, pero lo hace con dejos de cantante antigua, algo que no va en absoluto en desdoro de este tipo de música. Echó el resto, por supuesto, en su larga escena de la locura final, la única que se libró de la tijera: Camarena venía de cosechar los aplausos más largos (y merecidos) de la noche en la escena y aria precedente y ella no podía ser menos. Muy bien secundada por el corno inglés de Álvaro Vega (en una tesitura también incomodísima para su instrumento) y la flauta de Aniela Frey en “Col sorriso d’innocenza” y “Qual suono ferale”, la búlgara arrebató al público con su canto intenso, su legato de alta escuela, su aplomo para sortear las agilidades y su modélico fraseo de la sucesión de encantos melódicos imaginados por Bellini (su pobre y confusa dicción italiana es harina de otro costal). Yoncheva es una diva con merecimientos más que sobrados para serlo.

A su lado, el resto de los cantantes palidecen inevitablemente. George Petean fue un Ernesto insulso, pero el personaje también lo es en gran medida. El rumano, correcto en sus arias y dúos, y con escasa presencia en el trío del segundo acto, no tenía que enfrentarse aquí, por fortuna, a las tortuosas honduras psicológicas de un Yago (que cantó también en el Real con resultados muy inferiores) e hizo lo que pudo para otorgar dignidad y credibilidad a un personaje al que Pepa Ojanguren le ha hecho vestir en todo momento uniforme de gala, con banda y fajín, lo que, por momentos, hace pensar que este duque de Caldora se ha confundido de ópera. De los pequeños papeles secundarios, destacó la soprano barcelonesa María Miró, con varios destellos de excelente cantante.

Sonya Yoncheva (centro) y el resto de mujeres, ataviadas de un blanco impoluto.
Sonya Yoncheva (centro) y el resto de mujeres, ataviadas de un blanco impoluto.Javier del Real / Teatro Real

Emilio Sagi plantea una puesta en escena deslocalizada y en buena medida destemporalizada, cuya principal virtud es que no inventa nada para engordar artificialmente el exiguo hilo argumental y deja siempre cantar a los tres protagonistas principales, bien ubicados en un escenario en el que al final acaban pesando tantos reflejos de paredes y techo. En las escenas femeninas, los vestidos impolutamente blancos y esos árboles sin hojas del fondo bajo una luz septentrional tienen un aire casi chejoviano. Cuidadísima en lo estético, basculando sencillamente entre blancos y negros, roza casi un esteticismo art nouveau en la escena final, con esas largas telas que caen del techo para envolver a Imogene.

Maurizio Benini se apunta, por su parte, una dirección musical de mucha enjundia y plena de italianità. Ya desde la impetuosa sinfonía inicial, quedó claro que la orquesta había recuperado la calidad perdida en L’elisir d’amore y que volvía a sonar plenamente idiomática, con momentos verdaderamente extraordinarios, como el quinteto del primer acto. El coro rayó, como casi siempre, a altísimo nivel, muy superior al de la mayoría de los grandes teatros europeos. Acompañar a Yoncheva no es tarea fácil, pero Benini la siguió en todo momento con una dirección muy flexible, que entiende el bel canto como lo que es: música al servicio del lucimiento canoro (orgiástico casi en varios momentos de Il pirata) de los protagonistas. Es una lástima que se hayan infligido tantos cortes a la partitura de Bellini (no solo en las cabalette, sino también en los recitativos suprimidos o en la stretta del primer final), pero aquí la filología está reñida con la supervivencia de las voces modernas (y mortales) en condiciones óptimas hasta el final. En época de Bellini también se hacían, e incluso cosas peores, como introducir arias de otras óperas (y de otros autores incluso) por imposición del cantante de turno.

En estos últimos años el Teatro Real vive una edad de oro en la confección de sus repartos, construidos siempre con criterio y conocimiento: desde 1997, el año de su reapertura, no se había vivido un período con una calidad tan consistente en este sentido. Y esto es aplicable no solo a los primeros repartos, el de las grandes figuras, sino también a los segundos y terceros, donde siempre asoman con fuerza los nombres de cantantes españoles (Celso Albelo y Yolanda Auyanet serán Gualtiero e Imogene en el segundo de Il pirata). Conviene recordarlo, y no solo cuando encabezan el cartel dos luminarias actuales de sus respectivas cuerdas como Sonya Yoncheva y Javier Camarena. El sábado, el público del estreno dedicó ovaciones entusiastas a todos, sin la más mínima división de opiniones, algo en absoluto frecuente. El Teatro Real ha aprobado con una nota altísima esta vieja asignatura pendiente.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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