El punteo revelador de Cavalleria rusticana y Pagliacci en el Liceu, con Roberto Alagna

Cavalleria rusticana y Pagliacci en el Liceu. Foto: R. Bofill
Cavalleria rusticana y Pagliacci en el Liceu. Foto: R. Bofill

El Liceu representa la ya clásica pareja de hecho operística formada por Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni, y Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo. Dos óperas veristas cuyo reducido tamaño es el propio de los exponentes que magnifican la base dramática de unos libretos que, a nuestros ojos, hoy, resultan especialmente pertinentes por la violencia extrema que se acaba desatando en una relación de pareja. En esta producción dirigida por Damiano Michieletto, las dos óperas suceden el mismo día y en el mismo pueblo, aprovechando los amplios preludios e interludios instrumentales para escenas mudas donde los personajes de Pagliacci se inmiscuyen entre los de Cavalleria, por ejemplo, con la llegada celebratoria de la compañía de payasos al pueblo de Cavalleria, y también participan del desarrollo de los futuros acontecimientos con el coqueteo entre Nedda y Silvio.

Michieletto reubica la ópera en los 70, un siglo después del original, con una recreación escrupulosamente verista en perfecta consonancia con la sustancia original de los compositores. La escenografía rotatoria de Paolo Fantin es la humilde casa-panadería de Mamma Lucia en la primera representación y los interiores que podrían rodear el salón de actos del colegio municipal o un modesto polideportivo donde se ha instalado un pequeño escenario para el show de los payasos.

En su vanagloria verista, se exhibe el tubo de desagüe, el cable eléctrico, el matojo, el desconchón… y sin embargo, Michieletto introduce dos momentos donde la realidad se descarrila, dos brevedades subconscientes que sin embargo resultan tan abruptamente palpables a nuestro espíritu como la realidad tangible del verismo. En la primera ópera, Santuzza sufre por la aventura de su marido Turiddu con Lola, y al sentirse en pecado, sola y autoexcluída de la ritual procesión de la Virgen (que sustituye la misa de Pascua original), empieza a observar atónita cómo la Virgen levanta parsimoniosamente sus brazos para finalmente señalarla con un dedo acusatorio, una visión que magnifica sus miedos entre una multitud ensombrecida por la  iluminación de Alessandro Carletti  y que un instante después, cuando la luz restaura el realismo, revela una multitud que no vio nada y una Virgen que jamás alteró su hieratismo de madera. Este abismarse interiormente en un entorno verista tiene su réplica en la segunda ópera en el punto álgido del espectáculo de payasos, cuando en plena representación el Pagliaccio interpretado por Canio se abandona a la tensión interior de que su mujer Nedda, que interpreta a la payasa Colomina, lo engaña con un desconocido… los instrumentos siguen su curso y mientras la escena gira, él se vislumbra maquillándose en el camerino cuando su mujer atraviesa el espejo para finalmente acabar en la sala con el público al completo enmascarado como payasos… el instante ha roto el umbral de la ficción y se precipita el desenlace dramático de la obra.

En lo musical, la noche gozó de un reparto envidiable capitaneado por un apabullante Roberto Alagna que hizo brillar los roles de Turiddu y Canio hasta el estallido de aplausos de «Vesti la giubba». Gabriele Viviani también dobló papeles, esta vez de una forma más templada en lo vocal pero impecable en lo actoral como Alfio y Tonio. Elena Pankratova incorporó junto a la Elena Zilio la pareja enternecedora y rasgada de mujeres que son Santuzza y Mamma Lucia respectivamente, en pleno contraste con la arrogancia altiva de la Lola interpretada con tino por Mercedes Gancedo.

Cavalleria rusticana y Pagliacci en el Liceu. Foto: R. Bofill

En Pagliacci, una espléndida Nedda interpretada por Aleksandra Kurzak avivó musicalmente la noche, en contra de su amante Silvio, que resultó atenuado en la interpretación de Duncan Rock. Siempre a punto por su parte Vicenç Esteve como Beppe y el coro dirigido por Conxita García. Finalmente, el maestro húngaro Henrik Nànàsi llevó la partitura hacia un lirismo siempre afín a los cantantes, con una agradable suavidad que quizá no se prestaba a esos borrascosos altibajos que atormentan al verismo.

En definitiva, un gran espectáculo el de estos rincones veristas donde Michieletto hace brotar súbitamente recónditas revelaciones subconscientes que se desvanecen casi como si nunca hubieran ocurrido, pero que empujan a los personajes ya irremisiblemente hacia el drama. Un punteo subconsciente sobre el realismo que magnifica, precisamente, la crudeza de esa realidad más honda de nosotros mismos.

Félix de la Fuente