Un foso, un profundo agujero, una cárcel sin fisuras de la que no hay escapatoria posible. Una atmosfera oscura, opresiva y angustiosa domina la imprescindible producción de Robert Carsen que ahora presenta el Palau de les Arts. La acción se sitúa en un espacio interior que parece ser también las entrañas emocionales de la protagonista. Allí se amalgaman y potencian los aspectos de las Elektras de Sófocles, Strauss, Hofmannsthal y Freud: lo arcaico, lo musical, lo literario y lo obsesivo.

Carsen maneja los escasos elementos escénicos que se permite con una maestría admirable. El negro tizón, absoluto e insondable, llena el escenario y por él surgen y se desvanecen los protagonistas de la escena. No es esto tan solo un adecuado recurso dramático, sino también una proeza técnica al nivel del mejor ilusionismo, sabemos bien que las tablas rechazan la oscuridad total. En el centro de un suelo arenoso y primordial, en el que se hunden las raíces de la tragedia, hay tan solo una fosa que engulle vida y escupe muerte. Es la puerta por la que se introduce el inconsciente: una fantasía en la que Elektra se entrega al cadáver de Agamenón, envuelto en elementos religiosos, crucificado, como un mártir dedicado a la causa de desgarro psicológico de la protagonista.

Pero el elemento central de esta lectura es, sin duda, el coro. En una reinterpretación contemporánea de la figura del teatro clásico, una veintena de mujeres que, con sus cuerpos, sus coreografías expresionistas y sus sombras, multiplican la potencia de las incertidumbres, el odio y el tormento de Elektra. Son su alter ego expandido, pero también los de Clitemnestra y Crisótemis, su madre y su hermana. Si Elektra es siempre una obra femenina, aquí su presencia es total, lo masculino queda reducido a un referente de contraste.

Frente a una escena tan poderosa, lo musical resiste. Iréne Theorin construye una Elektra intensa, dramáticamente sobresaliente, sabedora de que toda la acción sobre las tablas es tan solo una extensión de su tragedia interna. Vocalmente ofrece luces y sombras. Sus agudos son clamorosos, poderosos y penetrantes, los pianos sentidos y destaca en control en las dinámicas, pero su interpretación también se resintió de la falta de proyección en muchos momentos y graves poco rotundos. Sara Jakubiak, sin embargo, creó una Crisótemis impecable, ensoñada, con el punto de dulzura, esperanza y luminosidad que necesita el personaje, pero también con las trazas de desesperación que la unieron con su hermana, en una mezcla de sororidad y ​folie à deux. Su interpretación fue creciendo a lo largo de la noche hasta su mejor momento, la escena final exultante de júbilo. También fue excelente el Orestes de Derek Welton. No solo por el volumen, claridad y precisión de su canto declamatorio, sino también por la flexibilidad interpretativa; no es sencillo pasar de lo amenazante a la ternura con credibilidad y sin esfuerzo. Por último, la Clitemnestra de Doris Soffel se quedó corta en emisión y mostró unas formas teatrales alejadas de la tragedia, demasiado pobladas de gestos cotidianos.

Marc Albrecht no defraudó en el foso. Ofreció una interpretación intensa, pero a la vez limpia y cristalina, en la que todo fue audible, algo imprescindible para las colores y texturas de Strauss. Apostó por mantener un buen flujo interpretativo, una continuidad envolvente para una música que tiende continuamente al corte. En algunos momentos esto eliminó parte del misterio de la partitura, llena de motivos sinuosos y evanescentes. En todo caso, su principal logro fue construir una tensión mantenida sin que en ningún momento la atención se llegara a agotar.

Pero no nos engañemos, si esta producción es memorable, solo el tiempo lo dirá, el mérito corresponderá a Robert Carsen. Ha mostrado un grado inusual de sentido estético, inteligencia y sensibilidad para conjugar los diferentes mensajes y niveles de lectura que Elektra nos ofrece.

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