¿Qué añadir a lo que se dijo hace cuatro años de la excelente producción de La flauta mágica llevada a cabo por Barrie Kosky y Suzanne Andrade? Ya entonces, en el 2016, se alabó esta arriesgada pero efectiva puesta en escena en la que la ópera se convierte en cine mudo, reduciendo el escenario a una gran pared en la que las proyecciones sustituyen a cualquier tipo de decorado. Sin duda una idea brillante donde las haya, pues con poco permite hacer mucho y así, gracias a la animación, nos hace aún más fácil adentrarnos en el mundo de fantasía de La flauta mágica.

Me gustaría rescatar de toda la producción el momento en el que Papageno miente al príncipe Tamino respecto al final de la serpiente gigante y explica mediante mímica cómo nada menos que sus nociones de artes marciales acabaron con el terrible monstruo. Todo un guiño a los dibujos animados infantiles, ajeno completamente al libreto de Schikaneder, que busca la risa fácil igual que la obra lo hizo en su día. Comento esto porque tal vez hayamos olvidado el carácter popular de La flauta mágica entre tanta pirotecnia vocal y prodigio musical. Pero, ahí está la grandeza de Mozart, convertido en el “Alfredo” de Cinema Paradiso para hacernos volver una vez más a la inocencia y al disfrute de una ópera que se reafirma como “ocio” frente a esa “cultura” sacralizada, estática e intelectual; inaccesible e incomprensible para las clases populares a las que Mozart, en su momento, también consideró dignas de su música.

El que mejor transmitió esta mutación, este descenso de los altares del género lírico es, sin duda, el barítono Andreas Wolf. Conocido por sus interpretaciones de obras religiosas entre las que destacan las cantatas y oratorios de Bach y Händel, me ofrecía serias dudas de como encajaría en el papel del irreverente Papageno. Sin embargo, su actuación fue excelente y su voz, con todo el cuerpo necesario para la profundidad de Bach, supo ser tan potente como ligera, mostrando una gran capacidad de adaptación a los requerimientos de este peculiar personaje. Continuando con el reparto masculino, debemos destacar los graves de Andrea Mastroni para el sabio Sarastro y la flexibilidad de Stanislas de Barbeyrac (Tamino) quien coqueteó con un falsete reforzado muy natural en sus pasajes más agudos. El otro tenor de la noche, Mikeldi Atxalandabaso como Monostatos ofreció un timbre más oscuro, muy adecuado para su personaje. En la sección femenina comenzamos con Rocío Pérez quien sustituyó a Albina Shagimuratova debido a la indisposición de esta. Aunque realizó un trabajo de gran nivel, y más teniendo en cuenta que estaba realizando una sustitución, acusó en los momentos de mayor pirotecnia vocal de cierta falta de aire, destacando más en las partes líricas. Anett Fritsch (Pamina) y Ruth Rosique (Papagena) realizaron igualmente un trabajo excelente, destacando por su capacidad de empaste en los números de conjunto. Al igual que las “Tres damas” y los “Tres muchachos”, quienes sonaron en todo momento como un único personaje.

De esta producción sólo se puede criticar una orquesta que, a pesar de que fue adecuada en cuanto a la incorporación de instrumentos de época como las trompas naturales, tuvo momentos críticos en cuanto a cohesión se refiere ya desde la obertura. Ivor Bolton dirigió en algunas ocasiones de una forma demasiado heterodoxa y caótica, aunque finalmente demostró sus capacidades para hacer confluir voces e instrumentos especialmente a lo largo del segundo acto.

No, definitivamente a esta Flauta mágica no se le puede poner un marco, ni puede ser elevada a los altares de la música a pesar de que rebose excelencia y calidad. No, pero sí es digna de hacernos reír –y debemos reírnos con ella– y recordarnos que, de cuando en cuando, incluso con traje y corbata y rodeados de pan de oro cabe la risa, lo vulgar y llano y, en definitiva, la inocencia.

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