Tomasz Konieczny (Wotan), en la escena final de La valquiria en el Teatro Real.

Tomasz Konieczny (Wotan), en la escena final de La valquiria en el Teatro Real. Javier del Real / TR

Escena ÓPERA

La valquiria en el Teatro Real: Wagner al desnudo

Pablo Heras-Casado, aclamado al frente de la orquesta y un sólido reparto en medio de un gran desierto de nieve sin grandes intervenciones. 

13 febrero, 2020 13:43

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La trama de La valquiria (Die Walküre) puede ser resumida en dos o tres párrafos. La acción, en dos planos que se acaban superponiendo, no es ni mucho menos difícil de seguir. Richard Wagner presenta en el segundo capítulo del Anillo del Nibelungo (o el primero, ya que el compositor considera El Oro del Ring una especie de prólogo) un flechazo incestuoso y prohibido entre dos humanos seguido con lupa por los dioses, que se pelean por permitirlo o impedirlo. 

Esos dos humanos, Siegmund y Sieglinde, son en realidad hermanos, aunque no lo saben al conocerse. En la gran fortaleza de los dioses, Valhalla, está el dios Wotan, que es a su vez el padre de los humanos y una deidad atormentada por el poder. Wotan se debate entre permitir ese amor, creyendo que Siegmund está llamado a cambiar el rumbo de la (y su) Historia, o hacer caso a su mujer, harta de sus infidelidades y escapadas al bosque, y dejar que Siegmund muera a manos de un adversario. Brünnhilde, una de las valquirias y la preferida de Wotan, acude en ayuda de los enamorados al sentirse conmovida por las pasiones humanas, desatando la ira del dios, enfadado por el desacato y conmovido por el acto de libertad que a él mismo le hubiera gustado protagonizar. 

Para contar esta acción, Wagner fue tejiendo lentamente un género nuevo, sin precedentes en la manera de componer ópera hasta entonces. Incluyó esta obra en un programa global, aunque esta es la más interpretada por separado. Revolucionó la descripción de los personajes, en algunos casos con una gran evolución psicológica, y los asoció a motivos concretos incrustados en una orquestación sin fin y sin más reposo que sí misma. La orquesta es, por supuesto, mucho más que un personaje propio. Compuso para una formación de músicos que no existía. Incluso para teatros que estaban por construir. El sueño de Wagner, una reflexión sobre la condición humana, la ambición y el poder, vio finalmente la luz con este conjunto de obras, de duración considerable. Sólo La valquiria son en torno a cuatro horas de música, salpicadas con dos descansos. 

Un viaje eterno

Es decir, que la trama puede resumirse en unas cuantas palabras, pero el viaje a través de ella pretende ser eterno. Ahí reside la diferencia entre una historia contada para superar capítulos y llegar de un punto a otro frente al viaje en sí mismo, que ya no se ajusta ni a las métricas del tiempo ni al consumo ansioso de hechos concatenados. 

La puesta en escena de Robert Carsen apenas introduce elementos externos. Comienza con nieve, como acabó El Oro del Rin, que se pudo ver en el Teatro Real hace un año. Pero el montaje es muy diferente, ya que en la ópera anterior los copos caían en el dulce caminar hacia Valhalla y ahora son un fenómeno meteorológico que acompaña a la dureza del mundo.

El contexto sigue siendo atemporal y no enmarcado en geografía alguna. El primer acto comienza con la huida de Siegmund de sus enemigos, que lo persiguen en medio de una tormenta de nieve. Está localizado en un refugio clandestino de mercenarios o traficantes de armas. El segundo acto, los miedos y peleas en el salón de los dioses, comienza en un suntuoso y moderno salón que se ha llenado de escoltas militares para reflejar lo acorralado que está Wotan, entre el poder y el terror por perderlo, entre la libertad y la servidumbre. La estética, pues, está a caballo entre Salvar al soldado Ryan centrado en lo humano y un Mad Men de divinidades autoritarias.

Stuart Skelton (Siegmund) y Adrianne Pieczonka (Sieglinde) en La Valquiria.

Stuart Skelton (Siegmund) y Adrianne Pieczonka (Sieglinde) en La Valquiria. Javier del Real / TR

La comparación con la evocadora distopía del Oro del Rin es inevitable y, en ese sentido, la presente producción es menos sugerente, sin un atractivo como la reflexión política sobre la destrucción del mundo a través de la degradación del medio ambiente o el urbanismo desaforado del prólogo de la saga. Al mismo tiempo, algunos de los símbolos de la obra (la espada Nothung hundida en el fresno, la lanza de Wotan) aparecen absolutamente minimizados sin que se afile, por ejemplo, el carácter incestuoso y a la vez puro del amor en el primer acto. 

La célebre cabalgata de las valquirias con la que se abre el tercer acto sobresale al recuperar, de manera impactante, el carácter original de los seres mitológicos que seleccionan soldados entre los muertos de los campos de batalla. La escena funciona, además de hacer las delicias del público por su gran poder icónico y sus referencias cinematográficas. 

Un arma de doble filo

Carsen quiere un Wagner al desnudo, sin elementos distorsionadores, algo que puede convertirse en una arma de doble filo. Requiere una exigente atención del espectador, que permanece en el teatro casi cinco horas, descansos incluidos. Se arriesga a un excesivo estatismo que reste emotividad a la obra que hizo sollozar durante un buen rato a Franz Liszt, amigo de Wagner, en el extraño pero exitoso estreno de la obra en 1870 en Munich. 

Pero es ahí donde entra la orquesta y el sólido reparto vocal. La formación de orquesta wagneriana, siempre tan numerosa, ha obligado a retirar las primeras filas de butacas del patio, ofreciendo desde los pisos superiores el grandioso espectáculo de convertir a los músicos en parte del propio escenario.

Heras-Casado, sobrio pero intenso

Heras-Casado comienza centelleante en la tormenta y cuida mucho una dirección que quiere íntima pero punzante, sin caer en el exceso, la caricatura o el efectismo, para el que dispone de instrumentos de sobra. Prefiere una aproximación sobria pero intensa, una combinación nada fácil de conseguir y por la que el maestro granadino fue muy aplaudido en los saludos finales.

La partitura es agotadora y la orquesta llega justa a la exigente flexibilidad que requiere el magma wagneriano, con algunos desajustes, sobre todo en el viento metal, y algunas pérdidas de tensión en las cuerdas. Pero la interpretación, teniendo en cuenta la complejidad de la obra y las limitaciones de la orquesta, supera el examen gracias al tesón de Heras-Casado, que opta por ir sobre seguro frente a la toma de demasiados riesgos. 

El reparto vocal también está a la altura, con Stuart Skelton (Siegmund) versátil y sólido, creíble en el papel, tierno y valiente. René pape (Hunding) roza la perfección mientras que Tomasz Konieczny (Wotan) revela su autoridad y presencia con un carácter quizás más explotable. En las voces femeninas destaca la valquiria Ricarda Merbeth (Brünnhilde), sólida y esforzada, también muy aplaudida, junto a una sufrida y dramática Adrianne Pieczonka (Sieglinde) y una temible Daniela Sindram (Fricka). 

El espectáculo, de primer nivel y sólo apto para espectadores que sepan a lo que van, hace que queden muchas ganas de ver las dos siguientes entregas de la saga, para las que habrá que esperar uno y dos años.

Adrianne Pieczonka (Sieglinde), Stuart Skelton (Siegmund) y René Pape (Hunding)

Adrianne Pieczonka (Sieglinde), Stuart Skelton (Siegmund) y René Pape (Hunding) Javier del Real / TR