Si el habitual parón veraniego nos hacía llegar anhelantes de notas al comienzo de las temporadas en teatros y auditorios, este año pandémico nos ha dejado sin más posibilidad que la música enlatada durante mucho más tiempo. Era natural, por tanto, que la producción inaugural 20/21 en el Teatro Real estuviese cargada de expectativas y, con mayor razón, con un título tan sugestivo, a la sazón de este obligado indumento que ahora hace parte de nuestras vidas, como es Un ballo in maschera. Y aun más se hizo rogar este título, después del incidente ocurrido hace una semana por las protestas a causa de la falta de distancia de seguridad en algunas de las zonas del teatro. Cabe reconocer problemas y errores de gestión, pero lo mejor es resolverlos y mirar hacia adelante, dejando atrás la polémica, por el bien de todos: artistas, público e instituciones. 

Es así de agradecer el compromiso y el esfuerzo que el Teatro Real ha llevado a cabo, intentando demostrar como es posible programar y realizar eventos culturales en tiempos convulsos: primero con La traviata, en julio, y ahora, nuevamente con Verdi, en un Ballo que, en las palabras de Joan Matabosch, es “escenificado, pero no del todo”.

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Escena de Un ballo in maschera en el Teatro Real
© Javier del Real | Teatro Real

Se podría partir de esa advertencia para hacer algunas consideraciones sobre la puesta en escena de Gianmaria Aliverta. Es cierto que las medidas sanitarias y la incertidumbre de este periodo obligaron a importantes cambios, reduciendo y simplificando la dirección escénica. Sin embargo, el problema no es lo que falta con respecto al montaje original de La Fenice, sino lo que sobra, en términos conceptuales e interpretativos de la trama verdiana.

Como sabemos, el libreto tuvo numerosos problemas con la censura en los teatros italianos, razón por la cual, Verdi finalmente optó por ambientar la historia en un indefinido Boston del siglo XVIII. Así pudo escapar de la censura, pero también puso en primer plano las relaciones entre los protagonistas y su destino trágico, ciego justamente porque enmascarado. Aliverta, empero, introduce elementos muy reconocibles como la enorme bandera americana, el Ku Klux Klan o la Estatua de la Libertad para crear un trasfondo histórico-político que luego nada tiene que ver con el desarrollarse de los eventos ni que encuentran referencia en el texto. Si a esto le sumamos algunas coreografías forzadas y una distribución del espacio poco eficaz en algunos momentos importantes, no podemos negar de que se trató de una puesta en escena más bien “desafinada”, a saber, desencaminada con respecto a las potencialidades que el libreto podría contener.

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Michael Fabiano (Riccardo) y Anna Pirozzi (Amelia)
© Javier del Real | Teatro Real

En lo musical, la cosa fue mejor, si bien algo desigual entre los diversos participantes. La palma se la llevan Nicola Luisotti y la Orquesta Titular del Teatro Real que supieron ofrecer un sonido siempre compacto, nítido, marcando bien la tensión de la escena, como cuando anuncian la llegada de los conspiradores o cuando Amelia tiene que extraer el nombre del asesino de Ricardo. También el Coro del Teatro Real (Coro Intermezzo) se mostró acertado en sus intervenciones, aunque le faltó algo de claridad en los momentos más concitados.

El reparto vocal, ya tras varias representaciones, tenía sus engranajes bien rodados, aunque no todos estuvieron acertados por igual. Michael Fabiano, en el rol Riccardo, no faltó en acometer sus intervenciones con decisión y potencia, aunque es cierto que su voz carece de ciertos matices y apareció más bien rígido desde un punto de vista escénico, tal vez con la excepción de la romanza "Ma se m'è forza perderti" en el tercer acto. La Ulrica de Daniela Barcellona cumple con un personaje extrañamente ataviado, pero cumpliendo desde el punto de vista vocal, con una voz de tintas oscuras y fraseo bien templado. Elena Sancho Pereg aportó frescura, buena presencia escénica y unas intervenciones correctas como en su "Volta la terrea fronte alle stelle".

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Artur Ruciński (Renato) y Anna Pirozzi (Amelia)
© Javier del Real | Teatro Real

Pero los mejores sin dudas fueron Renato y Amelia. En cierta medida, son los personajes en torno a los que mayormente se concentra la tensión dramática de la obra y las escenas donde fueron protagonistas, resultaron las mejores. El barítono Artur Ruciński se mostró cómodo, seguro y bordó sus intervenciones, tanto las individuales como las de conjunto, con una voz de cariz dramático y musicalidad elegante, destacando el momento en el que decide unirse a los conjurados. La soprano Anna Pirozzi brilló a lo largo de la obra, especialmente desde el principio del segundo acto con "Ecco l'orrido campo"; sostuvo ella en gran medida el duetto "Non sai tu che se l'anima mia" con Fabiano y mostró gran intensidad en la escena "A tal colpa è nulla il pianto" con Ruciński. Pirozzi tiene una voz límpida, bien adaptada en todos los registros y que destacó incluso en los momentos más concitados.

La sensación fue de alivio por poder escuchar una ópera en tiempos de nueva, extraña e incierta, normalidad, y es de agradecer todo esfuerzo por parte de las instituciones culturales. Sin embargo, desde un punto estrictamente performativo, este Un ballo in maschera tuvo buenos momentos, especialmente en el aspecto musical y vocal, aunque apareció ciertamente sobrecargado por algunas elecciones en lo escénico.   

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