Ha habido que esperar dos años para que Fin de partie, de György Kurtág, se estrene en España. Es poco tiempo si lo comparamos con el delay de otros títulos, muchos de ellos todavía por representarse una sola vez en este país, mientras nuestros principales teatros siguen atiborrando a su público con reposiciones y nuevas versiones de Mozart, Verdi, etc.: ¿de verdad no se puede rebajar la dosis? Pero también si se tiene en cuenta que esta ópera no había conocido más ciudades que Milán y Ámsterdam, y que su nueva sede, Valencia, se encuentra hoy sumida en las circunstancias que ya conocemos. Así que es prácticamente obligado agradecer a Les Arts las gestiones que han hecho realidad el desembarco de Fin de partie en su foso y escenario, aunque dicha gratitud no sea mayoritaria ni se haya traducido en una asistencia en masa al Palau: ¿había algo mejor que hacer en Valencia el sábado por la tarde?

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Los personajes Clov (Leigh Melrose) y Hamm (Frode Olsen)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Antes que nada, quiero aclarar que la densidad de la obra a reseñar apenas puede ser rozada en una crónica de estas características. El hecho de que caiga bajo el membrete de lo que, con Edward Said, llamaré “estilo tardío” (nuestra pieza está compuesta por un nonagenario Kurtág) no hace sino desalentar en mayor grado una lectura distraída o superficial, y lo que se ofrece en adelante ha de limitarse necesariamente a las trazas más generales de los numerosos y ricos estratos de sentido que encierra esta Fin de partie. Quizá convenga comenzar por su estructura. La apertura consiste en una musicalización de los versos de Roundelay, el poema de Beckett, recitados por Hilary Summers (Nell). Este prólogo despliega algunas de las señas de identidad del resto de la partitura: el constante cromatismo de los glissandi, el reduccionismo armónico construido a partir de un empleo disruptivo del silencio, el texto simbolista casi ininteligible o la articulación de un amplio espectro tímbrico, que se centra en esta dimensión del sonido como campo fundamental de operaciones. La escena de Pierre Audi es sobria, integrada únicamente por una casa que parece la sinécdoque del mundo entero retratado como jaula (así descifro las carcasas que envuelven volumétricamente la construcción de madera). Llama la atención que no haya ventanas en todos sus costados, un rasgo que se comprueba según avanza el libreto: Fin de partie está dividida en una serie de cuadros en los que, cada vez que vuelve a alzarse el telón, el hogar (si este término es válido para un caso como el presente) de Hamm (Frode Olsen), Clov (Leigh Melrose), Nell y Nagg (Leonardo Cortellazzi) se muestra desde una perspectiva diferente. Así es como vemos rotar los dos cubos de basura o la silla de ruedas de Hamm (que girará también sobre sí misma en la conclusión, acaso a la manera de alegoría definitiva de un planeta absurdo). El vestuario de Christof Hetzer y la iluminación de Urs Schönebaum son perfectamente acordes con el concepto que rige la dramaturgia de Klaus Bertisch: siguen rigurosamente el patrón de “menos es más”, contribuyendo de modo efectivo al desarrollo de la trama (nuevamente, hasta donde funcione la expresión), sin suponer nunca un obstáculo o distracción.

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Nell (Hilary Summers), Nagg (Leonardo Cortellazzi) y Hamm (Frode Olsen)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Seguramente sea tal minimalismo la razón por la que los renqueantes desplazamientos de Clov, los aspavientos de Hamm o las apariciones de Nell y Nagg resulten tan sugerentes. Sus movimientos, que casi siempre se antojan fruto de la ausencia de un propósito definido o, al menos, coherente (piénsese en el ridículo ascenso por la escalera de Clov durante los compases iniciales), llenan la tarima con una atmósfera penetrante, a medio camino entre la angustia y la desafección absoluta. La actuación de Olsen (especialmente), Melrose, Summers y Cortellazzi es, sencillamente, descollante. Su presencia exige una tensión permanente, que se alimenta de sí misma en cada uno de los tramos y se hibrida sin solución de continuidad con el discurso musical (a excepción de las interrupciones pautadas por la propia segmentación de la obra). A este respecto, Markus Stenz no prodiga demasiados gestos de entrada y, sin embargo, tanto cantantes como la Orquestra de la Comunitat Valenciana demuestran estar a la altura del complejo sonoro ideado por Kurtág (una virtud de la que, por supuesto, también es responsable el primero). A mi juicio, este es el apartado más interesante de la ópera, y el que merecería un tratamiento minucioso, que no puedo brindar ahora. Así que cerraré estas líneas abruptamente, con la petición de que Fin de partie se represente en tantos teatros españoles como sea posible. De ser así, tal vez otros y yo podamos ampliar estas reflexiones tentativas, aunque (o porque) como dijo Adorno en sus Noten zur Literatur: “la interpretación de Fin de partida no puede perseguir la quimera de expresar su sentido por mediación de la filosofía. Entenderla no puede significar otra cosa que entender su ininteligibilidad, reconstruir concretamente la coherencia de sentido de lo que carece de él”.

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