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El baile de las locas

París. 18/09/21. Palais Garnier. Gluck: Iphigénie en Tauride. Tara Erraught (Iphigénie). Jarrett Ott (Oreste). Julien Behr (Pylade). Jean-François Lapointe (Thoas). Marianne Croux (Diana / Primera sacerdotisa). Jeanne Ireland (Segunda sacerdotisa / Una mujer griega). Christophe Gay (Un escita / Un ministro). Orchestre et Choeurs de l'Opéra National de Paris. Krzystof Warlikowski, dirección escénica. Thomas Hengelbrock, dirección musical.

En 15 años, desde que se estrenó esta producción de Iphigénie en Tauride en el Garnier, de la mano del siempre visionario Gerard Moriter, nos ha dado tiempo a convertir a Krzystof Warlikowski en un clásico. Es la tercera vez que este título sube al escenario parisino, tras 2006 y 2016 y lo que, en un principio, fue recibido como escandaloso, es ahora aplaudido con entusiasmo por el público (una vez superada la noche del estreno, que siempre es más tradicionalista). El tiempo lo pone todo en su sitio.

Comprendemos ahora que la visión del director polaco pasa por mostrarnos a una Iphigénie anciana, rememorando desde el asilo un sobrecogedor capítulo de su vida. Una propuesta absolutamente certera, máxime en unos códigos escéncios y estéticos que siempre parecen más abiertos e interiorizados desde, precisamente, Gluck, hacia el pasado. Es más, aunque década y media es más que suficiente para dejar cualquier producción artística desbancada, estas adorables ancianitas que nos presenta Warlikowski son fagocitadas, de alguna manera, por la actualidad cultural, tras presentar Victoria Mas su primera novela Le bal des folles (El baile de las locas), que acaba de ser llevada a la pantalla con guión, dirección y actuación de Mélanie Laurent. En ella, la autora narra la historia real del hospita Salpêtrière, donde muchas mujeres eran internadas, simplemente, porque molestaban a sus familias. Personas rebeldes, adelantadas a su tiempo, sin ningún tipo de patología diagnosticada, que eran cosificadas y expuestas en una institición a la que acudía la burguesía parisina para verlas bailar una vez al año. Es bajo este nuevo caleidoscopio con el que, en esta ocasión, recibo a Warlikowski y su trabajo no me puede parecer más maravilloso. 

Y es que la familia puede ser uno de los lugares más terribles en los que estar (también de los más bellos). En esta residencia-sanatorio, quiero empezar por ellas, conviven ocho mujeres interpretadas por sendas actrices que se muestran sublimes. Un prodigioso trabajo del pequeño detalle, del que se nutre toda la propuesta escénica, siempre abigarrada - tendente a la oscuridad y resaltando su violencia - en Warlikowski, aunque no afecte al seguimiento de la trama. Con ellas, un estimulante juego de espejos y temporalidades que termina por dar forma a una escena siempre sugerente.

Como protagonista, la mezzosoprano Tara Erraught, sustituyendo a la inicialmente prevista Nicole Chevalier. Impecable en lo actoral, su voz se muestra clara, de pulido timbre y resuelta zona aguda, sin la oscuridad o densidad que, a menudo, pueden asociarse a este personaje. Descubrimos con ella otra visión de Iphigénie, de mayor inocencia y candidez, que despliega todo su arte a medida que avanza la partitura, especialmente en los dos últimos actos. Una mujer a la que los obligan a ser, a imaginarse, entenderse de una manera. Acertados, por su parte, el Oreste de Jarrett Ott y el Pylade de Julien Behr, funcionando incluso mejor en el empaste vocal que muestran como pareja. Por separado, Ott resulta contundente y Behr muestra sutiles colores pastel, en una proyección algo apocada. Correcto el Thoas de Jean-Françoise Lapointe, al igual que Christophe Gay en sus intervenciones, y muy adecuadas Marianne Croux como Dianna / Primera sacerdotisa y Jeanne Ireland como Segunda sacerdotisa / Mujer griega. Esta última me causó una muy grata impresión por su voz de seductores y aterciopelados colores, además de por su proyección.

Desde el foso, la dirección de Thomas Hengelbrock resultó especialmente equilibrada, sin brusquedades ni sobresaltos. Tiempos vivos, pendientes de la narrativa, mirando hacia adelante en el tiempo, como requiere Gluck. Me atrevería a decir que vislumbrando el primer Romanticismo, como hiciese el último Mozart, aunque con un innegable poso barroco. Todo ello es recogido y expuesto por Hengelbrock, en una batuta que recogerá el español Iñaki Encina Oyón el próximo2 de octubre. Por otro lado, haciéndome cargo de lo complicadísimo que debe resultar cantar el Coro desde los palcos de proscenio, sin quitarse la mascarilla, sus intervenciones resultaron difusas y desempastadas en demasiadas ocasiones para lo que uno espera escuchar en el Garnier.

Foto: Sébastien Mathé / ODP.