El Orfeo de Monteverdi debe probablemente su ser icónico a su capacidad de instalarse en una época en ciernes, en la que se consuma definitivamente el pasaje de la música renacentista para abrirse al universo barroco. El título de primera ópera de la historia, si bien no del todo exacto en términos rigurosos, cobra sentido en esa significación en la que el entramado narrativo y los lenguajes musicales encuentran un encaje perfecto desde el punto de vista formal, así como la coherencia estética alcanzada por los recursos que utiliza el compositor. La confluencia armónica de medios en apariencia heterogéneos y la densidad conceptual del libreto hacen que esta obra de Monteverdi mantenga su vigencia. 

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Orfeo con coreografía de Sasha Waltz
© Javier del Real | Teatro Real

Y esta vigencia se percibe aún más intensa cuando la puesta en escena consigue mantener viva la conexión entre la dramaturgia y la música. Ciertas veces sucede que, en la ópera barroca, la escenificación se resiente de una cierta estaticidad, justamente porque el desarrollo narrativo se basa en mecanismos diversos de los del teatro moderno. Pero hay mucho subtexto que justamente mantiene unido el desarrollo de la obra. La propuesta de Sasha Waltz va justamente en esa dirección, y su singularidad se debe a la capacidad de conjugar la música de acción escénica de una forma dinámica y envolvente a través de la danza, como un elemento que liga toda la tensión de los acontecimientos. El lenguaje coreográfico, corporal, paralelo a la palabra, la mantiene íntimamente ligada a la música. No se trata de una danza pirotécnica, efectista, pensada para colmar vacíos en la narración, sino todo lo contrario, se desarrolla a partir de la acción, instaura vínculos entre personajes, construye el espacio. Porque el espacio escénico se presenta de manera sencilla: una estructura de madera en el centro que genera perspectivas radicalmente distintas a través de pocos movimientos, y que se llena de vida a través de los cantantes y los bailarines. A los lados, sobre el escenario, los músicos de la excelente formación Freiburger Barockorchester.

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En el centro, Julie Roset (Euridice) y George Nigl (Orfeo)
© Javier del Real | Teatro Real
Si la dirección de Waltz, con su gestión del espacio, sus movimientos acompasados, sus luces discretas, pero imprescindibles se orienta a generar una atmósfera de presencia plena en la que el mito llega a nosotros con su aura de atemporalidad, la música constituye el elemento en el que todo esto va más allá de ser concepto; la musica, ante todo en la vertiente instrumental, es la guía. Y sin duda, tanto la meticulosa dirección de García Alarcón como la maestría indiscutible de los músicos de la formación alemana permitieron que esa función estuviera completamente consolidada. Se podría destacar la afinación exquisita, la mesura en todo momento o la riqueza tímbrica que inundó de filigranas y detalles el Teatro Real, entre las características del conjunto, que sostuvo en todo momento la obra. Un empaste sonoro muy bien amalgamado y que no perdió su coherencia ni siquiera en el final, en el que los músicos saltaron al escenario para compartirlo con el resto de la compañía. 

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Alex Rosen (Caronte) rodeado de bailarines de la compañía de Sasha Waltz
© Javier del Real | Teatro Real

En lo vocal, el nivel no fue el mismo. Destacaron algunas intervenciones notables frente a otras más bien rutinarias e incapaces de mantener el magnetismo de la escena. En el primer grupo estarían el Vocalconsort Berlin, que aportó profundidad al tejido musical en términos polifónicos y completaba la escena con la centralidad de la palabra; la exquisita voz de Julie Roset en el rol de La musica y Euridice, cálida y de sonoridad redondeada, fraseo terso y con todos los pasajes bien articulados. También el Caronte de Alex Rosen estuvo entre las mejores interpretaciones de la velada con una voz robusta, sin fisuras, en ese registro grave que caracteriza las puertas del Hades. El desempeño de Julián Millán resultó apreciable, especialmente como Apolo, con agilidad y precisión; al igual que la Proserpina de Luciana Mancini, exigida además desde un punto físico. Más discretos fueron Charlotte Hellekant y Konstantin Wolff. Incapaces de hacer propias las pautas vocales de Monteverdi, resultaron ajenos a la sonoridad tan peculiar de la obra. Georg Nigl cumplió con el complejo rol, si bien fue algo desigual. En primer lugar, su registro baritonal resulta algo oscuro para Orfeo y dificulta la agilidad en determinados pasajes (especialmente de los dos primeros actos y del último), aunque le dota de un dramatismo que resultó eficaz en los lúgubres actos centrales. Nigl, desde el punto de vista vocal, adoleció de cierta falta de detalle en ciertos momentos, como en los recitativos, con una prosodia algo monótona. Salvó el papel más bien desde el punto de vista dramático, mostrándose bien integrado en la puesta de escena de Waltz. 

En resumen, se trata de una producción de Orfeo que mantiene toda su fuerza y que tendrá ocasión de fascinar en diversos escenarios del mundo. El éxito en el Real de ayer fue, seguramente y en su mayor parte, suscitado por la visión de Waltz renovadora y a la vez coherente con el mensaje que la obra de Monteverdi pretende transmitir, así como por un excelente soporte musical. Y aunque el reparto vocal tuvo sus sombras, esto no impidió que en conjunto el resultado fuese de genuina fascinación, con una puesta en escena equilibrada, capaz de capturar a oyente y espectador por igual. 

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