Afortunadamente, cada representación de ópera es distinta y en cada una de ellas aprendemos una nueva dimensión de la partitura y el libreto. Hay valor en la variedad de miradas. Pero también hay aspectos de cada ópera que son sencillamente irrenunciables. En Tristan und Isolde, lo único que no puede faltar para una buena representación es ese continuo creciente de tensión musical –también carnal y espiritual– no resuelta. Es su misma esencia y es, precisamente, lo que no acaba de generarse en la producción que nos ofrece Les Arts estos días. 

Loading image...
Ricarda Merbeth (Isolda) y Stephen Gould (Tristán)
© Miguel Lorenzo y Mikel Ponce | Palau de les Arts Reina Sofía

El foso, en las manos de James Gaffigan es el principal responsable de esta falta de voltaje. Tras un muy prometedor preludio, su dirección viró hacia un sonido empastado con poco mimo a los motivos conductores que vertebran el drama. Cuesta encontrar en las cuerdas la amenaza de la tormenta del primer acto, o la tristeza del rey traicionado en las maderas del segundo, o el dolor expectante en los trémolos aligerados de tercero. No estoy hablando aquí de cuestiones técnicas, sino profundamente trágicas; esa es la magia y la dificultad de las partituras wagnerianas. Si un buen Tristan debe experimentarse con agitación en la respiración y la inquietud que produce el sentirse elevado a varios centímetros del asiento, este se contempla con inapropiada placidez, recostado confortablemente en la butaca. 

Loading image...
Escena de Tristan und Isolde en el Palau de les Arts
© Miguel Lorenzo y Mikel Ponce | Palau de les Arts Reina Sofía

Del cuarteto protagonista, Stephen Gould fue sin duda el artista que más verdad interpretativa trajo a la función. Ha sido un Tristán de referencia durante muchos años y, aunque ya parece estar en fase de salida, entiende bien las necesidades del papel. Canta, actúa y resiste la titánica tarea, hasta un tercer acto en el que, con arrojo y desasistido desde el foso, construyó un Tristán más valiente que doliente. La wagneriana Ricarda Merbeth –maravillosa Senta y cuestionable Brunilda– nos ofrece una Isolda con vocación de canto impecable y, por esto mismo, gélida y poco versátil. Sobre una base de canto monótono, asoman unas notas agudas correctísimas, brillantes, emitidas en máscara, con la regularidad fiable de un rayo láser. Pero no hay en ellas rastro del viaje emocional en el que Isolda se sumerge. En complicidad con la orquesta, no encontramos en su canto las contradicciones del primer acto, ni el amor frenético del segundo, ni un éxtasis creíble en el tercero.  

Tampoco en el Rey Marke tuvimos la conmoción esperada y necesaria. El bajo Ain Anger dibujó el retrato de un monarca en decadencia. Este papel agradece un enfoque autoritario, severo y, sobre todo, hacer patente el dolor de la traición. Lo que contemplamos es más bien un rey acabado, mostrando debilidad en las notas bajas y una emisión que, aunque tiene innegables rasgos de nobleza, no acaba de conectar con el pathos de la escena. Más solvente se mostró Claudia Mahnke como Brangania, su emisión oscura funcionó mejor como replica a Isolda que en solitario durante una escena de guardia con aires de incógnito.

Loading image...
Escena final de Tristan und Isolde
© Miguel Lorenzo y Mikel Ponce | Palau de les Arts Reina Sofía

Tener a Àlex Ollé como motor creativo de la escena es garantía de espectáculo, en el mejor sentido de la palabra. Es atrevido con los medios escénicos, logrando un impacto visual que consigue a través de un buen equilibrio entre tecnología e imaginación. Hormigón flotante, espacios semiesféricos y proyecciones dan una pátina de revisionismo a un libreto que, por otra parte, respeta reverencialmente. Es por eso que sus propuestas, incluida esta, gustan a los más conservadores, mientras son capaces de fascinar a nuevos públicos. Hay pocos riesgos, pero muchos aciertos. En el dúo de amor fascina con el juego de luces y sombras mientras experimenta con la concavidad y convexidad de un espacio espiritual que es a la vez interior y exterior. La “Muerte por amor” de Isolda se despliega como una ascensión trascendente en toda regla. Es un final visualmente evocador, una esperada dosis de conmoción electrificante tras horas de espera a medio voltaje.

***11