Woman at Point Zero es uno de esos títulos que no se pueden explicar sin entender el contexto cultural y político en el que se han creado. Por más que estéticamente sea una propuesta bien armada y excitante, el ecosistema sonoro que la envuelve, no es ese su último ni único objetivo. Su cometido es increpar al público. Que se interrogue. Que no se limite a mirar de forma pasiva. Si no, ¿a qué viene esa disposición de los músicos-actores en unas gradas a modo de espectadores? ¿Acaso no es esa la función de quien paga para ver la ópera? ¿Qué pretende la escenógrafa al colocar a las protagonistas en el centro de todo, en un entablado a modo de ring? ¿Sólo son ellas las que se enfrentan?

Loading image...
Woman at Point Zero abrió el festival Ensems
© Mikel Ponce | Palau de les Arts

La respuesta a todo esto se halla en la tradición escenográfica europea y la solución adoptada me pareció brillante, porque hunde sus raíces en el teatro épico propugnado por Bertolt Brecht. Un paradigma centenario que ha querido siempre confrontar al espectador consigo mismo o con aquello que acontece ante sus narices y, posiblemente, no se dé cuenta. Y lo que pasa en este preciso momento es, para nosotros, una contundente e inapelable contestación al sexismo en el deporte, que tiene por lema #SeAcabó. En los países árabes mediterráneos, las creadoras se enfrentan a la cultura patriarcal dominante con armas como el grafiti, la caricatura, el comic, el rap y la plasticidad del cuerpo. Incluso en Irán, las mujeres cantan a favor de la revolución contra el hiyab. No es baladí, por tanto, que la mayor parte del equipo creativo pertenezca a este entorno cultural: la escenógrafa Laila Soliman y la videocreadora Aida El-Kashef son egipcias, la compositora Bushra El-Turk es británico-libanesa y Nawal El Saadawi, a partir de cuyo texto se origina todo, también es egipcia.

Loading image...
Dima Orsho (Fatma) y Carla Nahadi Babelegoto (Sama)
© Mikel Ponce | Palau de les Arts

Sin embargo, es en el libreto de Stacy Hardy donde más aristas encontré. Esta escritora sudafricana traslada treinta años el hecho real que recogió El Saadawi, de principios de la década de 1970 a la Primavera Árabe: Fatma (Fardous en la novela) va a ser ahorcada por asesinar a un proxeneta. Antes de caer en sus manos, había sido violentada desde la niñez por su padre, su tío, un marido sexagenario y un joven revolucionario del que se enamora, que dice apoyar la liberación de la mujer, pero finalmente la engaña. Horas antes de la ejecución, Fatma conversa con Sama, una ficticia directora de cine que pretende conseguir su testimonio (El Saadawi en la novela), y con ello, el terrible monólogo original que comienza con estas palabras: “Déjeme hablar. No me interrumpa. No tengo tiempo para escucharla.”, pasa a ser un diálogo entre ambas. Si el primero transcurre en una celda triste, fría y desolada de la cárcel de mujeres de El Cairo (las protagonistas hablan sentadas en el suelo), el segundo se asemeja a la cómoda conversación de una psicoanalista con su paciente tumbada en un diván, por más que se produzca en el citado ring y el relato sea estremecedor. Por eso, esta Woman at Point Zero insinúa más que muestra. Evita la crudeza y la violencia del lenguaje original y, lo más llamativo, anula el controvertido desconcierto que produce en el lector el hecho de que la protagonista busque el placer en la toxicidad de alguna de sus relaciones y el empoderamiento mediante la prostitución.

Loading image...
Kanako Abe
© Mikel Ponce | Palau de les Arts

El apartado más rico, por el contrario, fue el musical. La novela en sí misma es un texto extremadamente sonoro. Constantemente surgen golpes, sollozos, gritos más o menos apagados, crujidos de las camas en las que Fardous es penetrada una y otra vez, tintineo de piastras y voces de las mujeres que habitan otras celdas. Bushra El-Turk recrea esta variedad de timbres con inteligencia. Desde que entramos en la sala se escucha la grabación de testimonios en árabe de mujeres que han sufrido esta misma represión. Luego se funden con el texto cantado o dialogado en inglés y con la instrumentación. Los siete instrumentistas, además de tocar, jadean, gritan, susurran o percuten con partes de su cuerpo. Son músicos-actores que se levantan, caminan, señalan, miran e increpan a las protagonistas. Una influencia en la música del teatro experimental brechtiano.

La plantilla instrumental empleada por El-Turk se asemeja a la que utilizó Mauricio Kagel en Exótica, una pieza contestataria hacia el colonialismo, coetánea de la novela de El Saadawi. La compositora combina instrumentos como el chelo, el acordeón y un sintetizador con una serie de aerófonos y cordófonos de diferentes procedencias, creando una sonoridad fascinante. El minucioso trabajo del Ensemble Zar, dirigido por una entregada Kanako Abe, facilitó una singular variedad de texturas y colores, armónica y bien conjuntada, y expresó en algún momento el pensamiento que las dos mujeres callaban. El canto diferencia a los personajes: Fatma emplea melismas y numerosos efectos y Sama una línea melódica propia del musical, más occidental. Todos, músicos y cantantes, contribuyeron al carácter onomatopéyico de muchos pasajes y tuvieron la habilidad, por ejemplo, de fundir el timbre de la voz de mezzo con el del kamanché (cordófono persa).

En resumidas cuentas, vimos un espectáculo transcultural, informativo, bien planteado, a veces emocionante y, sobre todo, de rabiosa actualidad. Un acierto.

****1