La dama de picas, en versión de Richard Jones, sigue tan fresca como el primer día, pese a tener más de veinte años. Es una escenificación tan precisa como el mecanismo de un reloj. Se nota que nada se dejó al azar y, no solo no ha envejecido, sino que se presta a relecturas que añaden algún estrato de significación más, a los que ya tenía.

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Producción de Richard Jones de La dama de picas en el Palau de les Arts
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Los hermanos Chaikovski, Piotr y Modest, construyeron una trama de talante calderoniano –“¿Qué es la vida?”, espeta el protagonista–, perfectamente estructurada y nada superficial. El primero estaba convencido de que habían dado en el clavo. Pero, lo que entonces se llamaba obsesión por el juego, hoy sabemos que es una adicción denominada ludopatía, que destroza a la persona que la sufre y a quienes la rodean. La presencia de la ajada Venus Moscovita, otrora una belleza sin parangón, ayuda a reflexionar sobre el envejecimiento y la perversidad de ciertos cánones. Otro tema secundario es la minusvaloración de la cultura popular en favor del cosmopolitismo colonizador: “¡Las danzas rusas no convienen a las princesas!”. Que se lo digan a Diáguilev.

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Arsen Soghomonyan (Hermann) y Andrei Kymach (Tomsky) en el centro rodeados del Cor de la Generalitat
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Esta última afirmación la dijo la institutriz, en una habitación en la que parecía que Julie Andrews iba a cantar My Favorite Things, pero fue Polina quien entonó con primor la romanza favorita de Lisa, acompañada por un lírico clarinete. Y, con esto, entramos en el apartado de las citas cinematográficas. Se había dicho que la Condesa de Jones tiene mucho de la Norma Desmond de Sunset Boulevard, pero, desde una perspectiva más amplia, toda la ópera parece sacada de un guion de Billy Wilder, trufado con toques de comedia negra y de enredo. Y, sobre todo, con una notable traza de surrealismo, tal y como Richard Taruskin supo ver: La dama de picas es “la primera y, posiblemente, más grande obra maestra del surrealismo musical”. A ello contribuyen algunos planos imposibles del decorado, el cariñoso cadáver de la Condesa y una escenografía mínima, pero efectiva, de influencias pictóricas. Si en el primer acto es un telón impresionista, el segundo es un juego de sombras proyectadas para recrear una suerte de particulares y grotescas Pinturas negras.

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Elena Guseva (Liza) y Arsen Soghomonyan (Hermann)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Gaffigan dio muestras de estar en consonancia con este planteamiento nada más empezar. En el preludio, contrastó la claridad de los metales con la densidad dramática de la segunda sección. En la primera aparición del coro femenino, difuminó de un manotazo la sonoridad que éste dejó. Contribuyó a acrecentar la intriga o la tensión con el acompañamiento. A veces, puso en lo sonoro la sensualidad que demandaba lo visual y subrayó con la armonía aspectos humorísticos. El minueto de la escena pastoril resultó claramente mozartiano, acompañando el sensible movimiento de las marionetas. Otro juego. Otra ilusión. Los solistas también favorecieron la expresión: el melancólico chelo, cómicos los fagotes y los clarinetes, algo histriónicos en algún momento.

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Arsen Soghomonyan (Hermann) y Doris Soffel (Condesa)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

El elenco destacó por su equilibrada calidad y por la comprensión de los constantes giros dramáticos. A las voces masculinas les costó más encontrar su sitio que a las femeninas al toparse con el muro orquestal, pero finalmente completaron una velada memorable. Soghomonyan estuvo pletórico. Musical en el fraseo, buena proyección y agudos claros y bien colocados. Su personaje resultó melancólico al principio, perdió la autoestima después y concluyó mentalmente fuera de control. Kymach, con un timbre más opaco, construyó bien la narración del pasado de la Condesa. Zemlianskikh encarnó a un Príncipe ecuánime y musicalmente solvente. Soffel fue una decrépita y un tanto caricaturizada Condesa, por la que sentimos compasión cuando recitó con un hilo de voz su particular lista de conquistas, similar a la de Don Giovanni. Guseva y Maximova se complementaron bien: su dúo del primer acto salió tímbricamente rico y la segunda hizo gala de sonido caudaloso y compacto en el grave. Guseva también hizo evolucionar a Lisa, de joven ilusionada a mujer sensual y finalmente erosionada por la patología de Hermann. 

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Elena Maximova (Polina) y Elena Gusova (Liza)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Lástima que el suicidio con una bolsa de plástico resultara más un gag que algo serio. Además, fraseó el aria final con un sabroso regusto popular ruso, pese a la opinión de los autores expresada más arriba. Si otras veces el coro es un personaje más, aquí se multiplicó, dotando a cada carácter de una vocalidad diferente: elegantes burgueses, simpáticas doncellas, orgullosos súbditos, brutotes jugadores del casino o severos monjes ortodoxos.

Y así, entre un excitante frenesí, ilusiones, sombras y ficciones, pasamos una tarde entretenida que se hizo corta. Tenía razón Chaikovski, quien se mostró convencido del éxito. Una victoria en parte también de Richard Jones y de Jesús Iglesias, que sabe elegir las mejores producciones.

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