No acaba de funcionar como debería el principal de los Orlandos que ha programado el Teatro Real estos días. Ni el excelente trabajo de la orquesta logra rescatar el peso de unos cantantes a medio gas y de una escena con fondo escaso y forma agotada. Es un evento poco memorable que rompe con la tradición del coliseo madrileño de ofrecernos, casi todos los años, algunas preciosas joyas en forma de ópera barroca.

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Escena de Christophe Dumaux, Giulia Semenzato, Anna Prohaska, Anthony Roth Costanzo y Florian Boesch
© Javier del Real | Teatro Real

Claus Guth es un viejo conocido de la casa, y omnipresente en los escenarios de toda Europa. Su lenguaje escénico se reconoce según se levanta el telón: un gran elemento arquitectónico con dos niveles a modo de edificio de apartamentos cincuentero preside la escena montado sobre la plataforma rotatoria destinada a conceder dinamismo a la acción. Algo casi idéntico a lo que ya pudimos ver, por ejemplo, en Parsifal y en su magnífica Rodelinda. Pero, si en aquellas ocasiones los medios escénicos funcionaban para activar una idea atractiva, aquí se limitan a aparecer como un escenario hueco que transita entre lo cómico y el feísmo. Otro de los característicos artificios técnicos de Guth, el convertir cada aria da capo en una pequeña mini performance, tampoco funciona en esta actuación; el interés de cambiar la rueda de un coche o mudarse de vestido no puede sostener las tres horas de actuación. Pero seguramente lo más grave de la propuesta sea el haber desperdiciado las ilimitadas posibilidades expresivas que ofrece la locura de Orlando, reduciéndola a unos cuantos lobos cabezudos deambulando por la escena. Por cierto, la publicitada conexión de esta producción con esa caída a los infiernos que es Taxi Driver, solo puede entenderse como una broma o un osadísimo ejercicio de marketing.

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Christophe Dumaux (Orlando) y Giulia Semenzato (Dorinda)
© Javier del Real | Teatro Real

Tampoco en los cantantes encontramos los elementos necesarios para edificar una excelente representación. En general, durante toda la primera mitad de la ópera, cantaron escatimando emisión. Algunos lograron despegar en la segunda parte, pero en el mejor de los casos su actuación fue irregular. Los mejores momentos de la noche corrieron a cargo de la Dorinda de Giulia Semenzato, su “Se mi rivolgo al prato” llenó la sala a través de una expresividad a modo de lamento, dominio de las dinámicas y elegancia en el fraseo. En otras ocasiones, inexplicablemente, su voz apenas superó el umbral del foso. Christophe Dumaux, como Orlando, tan solo empezó a meterse en el papel tras el ecuador de la función y pareció incómodo en sus icónicos momentos de bravura, aunque mejoró en los instantes de introspección como el airoso final “Già l’ebro mio ciglio…”. Hay que destacar sus buenas dotes actorales, aprovechando todo lo que la dirección de Guth le permitió.

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Anna Prohaska (Angelica) y Anthony Roth Costanzo (Medoro)
© Javier del Real | Teatro Real

Anthony Roth Costanzo resultó el más fiable del conjunto como Medoro, disfrutando de unas florituras energéticas, aunque a veces algo descolocadas. Fue además el que mejor acentuó los contrastes expresivos en las repeticiones de los da capo. La Angélica de Anna Prohaska, histriónica en lo actoral, resultó por contraste, monótona en lo vocal. El último del quinteto, el austriaco Florian Boesch, ofreció una actuación sólida pero expresivamente modesta, lejos de la calidad que le hemos escuchado como liederista o en el repertorio clásico.

Así las cosas, la salvación de la noche hubo que buscarla en un foso que, afortunadamente, ofreció una interpretación excelente de la partitura. Delicioso sonido de las cuerdas, bien integrado, denso y balsámico, con tan solo algunos toques de arcaísmo en la ausencia de vibrato. El maestro Bolton acertó a través de unos tiempos flexibles y reguladores expresivos que, al margen de los cantantes, contribuyeron a crear una cierta dinámica afectiva en la sala, reflejo parcial de las peripecias del libreto.

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