Tratar el tema de las puestas en escena operísticas entre melómanos es como hablar de política o religión en la cena familiar de Navidad: si quieres preservar la cordialidad de la relación y quieres que la ocasión no se convierta en una batalla campal, optas por hablar otra cosa. Sin embargo, aquí no estamos en la cena navideña así que daremos nuestra opinión sobre la nueva producción de Rigoletto en el Teatro Real que tiene encendida a la prensa especializada (y no) desde hace unos días. En tal sentido, creo que un criterio consiste en que la trama y las inflexiones dramáticas se mantengan sin alteraciones sustanciales, y que todo lo que sea plausible y goce de su propia coherencia narrativa pueda tener cabida en la producción. Obviamente este es un criterio mínimo: a partir de ahí la cosa puede resultar decepcionante, decente o formidable.

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Ludovic Tézier (Rigoletto), Adela Zaharia (Gilda)
© Javier del Real | Teatro Real

En el caso de la apuesta de Miguel del Arco, nos situamos en el rango entre lo notable y lo excepcional. Por un lado, por un manejo del espacio escénico magistral, gracias a la escenografía de Sven e Ivana Jonke, en el que volúmenes volubles, una profundidad raramente vista en el Real y unos colores hipnóticos sostuvieron visivamente la narración de manera muy potente. Por otro lado, Miguel del Arco es muy hábil en crear una incomodidad desde el comienzo en la que deja sumido al espectador durante toda la obra: hay un poso de violencia en toda la historia, necesariamente sórdida, donde Rigoletto se encuentra en la tesitura de hacer el mal para no sucumbir a su vez. Conoce las perversiones del Duque e intenta preservar a su hija de un infierno al que el mismo contribuye. Esto es lo que del Arco saca la luz y que desde luego no es ajeno al libreto de Piave: un engranaje de opresión y sumisión que no deja títere con cabeza. Es cierto que no se puede negar una cierta voluntad de provocar, especialmente en el tercer acto, con una irreverente "La donna è mobile", cuando medio teatro casi tararea la célebre aria, del Arco sacude la escena con escabrosos y espasmódicos movimientos de las bailarinas. Aunque probablemente este cuerpo de baile sea lo menos acertado de la dirección: hay muchos momentos en los que aporta dinamismo y acento dramático, especialmente en las escenas colectivas, como contraste del coro masculino, pero hay otros en los que se podría prescindir, por ejemplo en el duetto final del segundo acto entre Rigoletto y Gilda.

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Javier Camarena (Duque de Mantua), Ludovic Tézier (Rigoletto), Coro Titular y bailarinas
© Javier del Real | Teatro Real

Con relación a los aspectos musicales, se trató por lo general de un nivel más que notable. Ante todo por la maestría de Luisotti desde el foso, capaz de plasmar un sonido límpido, de empaque contenido, preclaro en las figuras y en el fraseo, pero sabiendo colocar las justas detonaciones orquestales y acompañando a los cantantes con esmero. El coro masculino, parte integrante de la acción en todo momento, fue muy satisfactorio tanto en la tímbrica como en la precisión. Todos los roles menores estuvieron bien amalgamados y contribuyeron al desarrollo dramático, mencionando especialmente a Lim (Sparafucile) y Viotti (Maddalena) que en su crucial escena del tercer acto combinaron eficazmente dotes vocales y escénicas. Javier Camarena era uno de los reclamos del elenco, siendo un rol, el del Duque de Mantua, que ha interpretado en otras ocasiones y del que incluso posee grabación reciente. Sin embargo, del trío protagonista fue el menos convincente. Sin duda tiene una voz limpia, ágil y agradable, pero le faltó algo de consistencia, especialmente en el primer acto, aunque junto a Zaharia cantaron un conmovedor "È il sol dell'anima, la vita è amore", aprovechando su mejor registro, a saber, el de tenor ligero. Un escalón por encima la Gilda de Adela Zaharia, impecable en su aria del primer acto "Caro nome" donde destacó por su timbre cristalino, su facilidad de emisión vocal y su intensidad. Aun sin ser una voz especialmente caudalosa, no tuvo problemas en los momentos en los que estaba presente el coro y tanto en los duetos con el Duque como con Rigoletto demostró una musicalidad exquisita. 

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Javier Camarena (Duque de Mantua), Marina Viotti (Maddalena)
© Javier del Real | Teatro Real

La parte del león era obviamente para el bufón encarnado por Ludovic Tézier, quien merecidamente arrancó las mayores ovaciones. Es un barítono de centro grave, de voz contundente no especialmente aterciopelada, pero de gran magnetismo dramático, ya que en su canto se percibe toda la laceración del personaje y al mismo tiempo resulta creíble en su versatilidad y su impostura. Impecable en todo el transcurso de la obra, si tuviéramos que mencionar una intervención sería el aria "Cortigiani, vil razza dannata", cantada con una intensidad incomparable, atrayendo a sí toda la tensión narrativa en su punto como epicentro del drama.

Unánimemente reconocido en lo musical, volvamos a la puesta en escena: ¿era tan provocadora como se anunciaba? Sin duda este Rigoletto, aunque no carece de ella, tiene algo más que provocación. No es una lectura convencional y ¡menos mal! La provocación consiste más bien en un ejercicio iconoclasta: una lectura incómoda, además de por el contenido, por las formas, que radicalmente se oponen a reducir a Rigoletto a un mero entretenimiento.

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