El estreno de Rusalka en el Palau de Les Arts no podía llegar en mejor momento. Hace unos días fue aprobada la reforma del artículo 49 de la Constitución Española en el que las personas “disminuidas físicas, sensoriales y psíquicas” pasan a denominarse discapacitadas y, lo que es más importante, a gozar de una serie de prerrogativas que irán encaminadas a su protección, a facilitar su autonomía y su inclusión social. Ni más ni menos, lo que persigue la protagonista, a tenor de la mirada comprehensiva que ofrece Christof Loy de la fábula.

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Escena de Rusalka en Les Arts
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Según el regidor, Rusalka es una bailarina discapacitada, excluida, por tanto, en su mundo. Además, pretende vivir entre personas “normales”, El Príncipe, La Princesa y su entorno –individualista, violento, irrespetuoso con la naturaleza y, en definitiva, abismado en el exceso–, que no tienen la sensibilidad suficiente para aceptar su singularidad, más tarde representada en la mudez, y que son incapaces de prestarle los cuidados que le permitan librarse de su “maldición”: el rechazo. La misma música del Preludio subraya este conflicto. Un relato construido entre guiños muy trabajados a la comedia del arte, a la danza (coreografiada con finura) y a la comicidad del cine mudo, un aporte este último que me pareció ocurrente y agudo. Incluso el espectador o espectadora que aguce la vista podrá encontrar una cita visual de la escultura de La Sirenita de Copenhague durante los primeros compases del primer acto.

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Adam Smith (Príncipe) y Olesya Golovneva (Rusalka)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

El elenco entró bien en todo este meollo y estuvo expresivo en el gesto, dinámico en el movimiento (no sé qué pensarán las tres Ondinas, ya que tuvieron que demostrar su óptima forma física en su presentación) y fue cómplice del regidor en resaltar el humor de algunos dobles sentidos que permite un texto tan sólido como el de Jaroslav Kvapil. El apartado vocal fue un tanto más irregular. Los protagonistas, Golovneva y Smith, tuvieron que hacer frente al desequilibrado balance que les sirvió casi siempre Cornelius Meister, implacable a veces. Al final del primer acto el director echó, literalmente, la orquesta encima del tenor y el volumen del acompañamiento de la “Canción de la Luna” deslució el íntimo anhelo que pretendía la solista. Si al primero se le ahogaron los agudos, tal vez por tener que hacer frente a ese muro sonoro, a la soprano se le desdibujaban los graves. Ésta no tuvo problemas, sin embargo, en el centro y en emitir unos agudos redondos que llenaron el teatro. Además, suplió con acierto la falta de canto en el segundo acto, potenciando el gesto. Firmó un dramático: “ya no soy ni ninfa, ni mujer” y un precioso final de la ópera. Por otra parte, pese a lo dicho, Smith lució presencia escénica y fue expresivo. Me gustó el estilo con el que iniciaba sus arias, tan cercano al de las romanzas de la zarzuela.

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En el centro, Sinéad Campbell-Wallace (Princesa extranjera), de espaldas, Olesya Golovneva (Rusalka)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Ni Campbell-Wallace, ni Shkoza, tuvieron ningún problema. De sonidos plenos y potentes, administraron la parte actoral con acierto. A destacar, que la primera también tuvo que sobrepasar la sonoridad de la orquesta en su primera aparición y la gracia de la bruja, reflejada incluso en la acentuación del vibrato en algunos pasajes. Kuzmin-Karavaev puso mucho interés en su personaje, pero a su sonido le falta un ápice de la rotundidad que requiere la autoridad de un padre de tintes wagnerianos. Esteve y Orueta formaron un compenetrado dúo cómico, con mucha gracia en la parte charlotesca y sobresaliente en el canto. Gallegos hizo bonito su rol y las tres Ondinas rubricaron un último número fantástico y, sobre todo, bastante más reposado que el anterior.

En la orquesta se destacaron las trompas, las maderas y el arpa como personaje feérico. Como se puede intuir por lo dicho, la dirección de Meister no entusiasmó. Pese a que imprimió el adecuado carácter popular que destila la partitura del Dvořák más cosmopolita, en pocas ocasiones aprovechó todo el potencial del instrumento que tenía delante. No obstante, tuvimos una gran tarde de ópera en general y de mucha sensibilidad en lo teatral.

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