¿Y si Narciso, en el momento en que toma consciencia de que la imagen que ve reflejada en el agua es la suya propia, se transforma en Pierrot? ¿Y si el inenarrable dolor de Narciso encuentra un lenguaje en la música postonal de Schönberg, tras siglos de contención? Esta podría ser la clave de lectura que Xavier Sabata imprime a su espectáculo de autor, concebido y protagonizado por él mismo, que traía al Teatro de La Abadía en coproducción con el Teatro Real.

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El contratenor Xavier Sabata
© Javier del Real | Teatro Real

Aparentemente podrían parecer personajes distantes, Narciso y Pierrot, así como azarosa la elección de introducir un prólogo de prosa extraído de Ovidio antes del ciclo de canciones del compositor austriaco. El propio contratenor catalán explicaba en una entrevista que, dada la brevedad del Pierrot Lunaire, prefería acompañarlo de un texto recitado, y no de otra música, para preservar la singularidad de dicha obra. En todo caso, la puesta en escena era parca, con Sabata sobre una peana rotatoria y una iluminación intensa y concentrada sobre su figura, que apareció tumbada y vendada en la parte recitada y ya se incorporó para cantar junto con los solistas de la Orquesta del Teatro Real, dirigidos por Jordi Francés.

Sabata estuvo amplificado, tanto en la parte exclusivamente teatral como en la musical, causando alguna protesta entre el público. Aunque no es habitual que la voz se amplifique, y menos en un espacio recogido como es La Abadía, en realidad tiene su razón de ser y su coherencia en la concepción dramática de Sabata: recordó al intento del actor italiano Carmelo Bene de plasmar la máquina actoral, es decir aquel actor que se excede de sí mismo, cuya voz deja de ser suya y se enajena justamente a través de la amplificación. De esto modo, la voz ensimismada y entonada que recitaba Ovidio transitaba hacia el enfoque vocal de Schönberg, el Sprechgesang, en un cruce de caminos que resaltaba la imposibilidad de plenitud que acomuna a los dos personajes.

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Jordi Francés, Xavier Sabata y solistas de la Orquesta Titular del Teatro Real
© Javier del Real | Teatro Real

En el aspecto musical, cabe mencionar la singularidad de proponer la obra con voz de contratenor, siendo costumbre que fuera una voz femenina, aunque sí es cierto que Schönberg no indica nada al respecto. Sabata lo apostó todo a la expresividad, histriónico al punto justo, estuvo más volcado en la escansión rítmica del texto que en una nitidez de la línea de canto, alejado de todo virtuosismo, a pesar de lo exigente de la parte. Sin duda es un Pierrot muy interiorizado, sobre todo desde el punto de vista dramático, plasmado desde la laceración profunda del personaje. Por ello no le faltó de nada: desesperación, acidez, sarcasmo, pero también meditación e incluso dulzura en esa voz. Los solistas de la Orquesta Titular del Teatro Real fueron algo más que un soporte: impecables técnicamente, algunos de ellos se alternaron con diversos instrumentos y estuvieron bien coordinados por Jordi Francés, quien supo amalgamar con acierto las diversas combinaciones que ofrece Schönberg, nunca repetidas del mismo modo. Tímbricamente se optó por un registro bastante áspero, mostrando como la obra tiene su encaje en un lenguaje expresionista y visceral, y no una concepción cerebral y dogmática para superar la música tonal.

Poco queda del Pierrot de la comedia dell’arte en los versos de Albert Giraud: el juego de la comedia se ha hecho pesado, la vestimenta se ha despojado de todos los adornos y al igual que Narciso, no puede sostenerse frente a su imagen; vuelve a casa, Pierrot, desprendiéndose de sí mismo y apagando su canto. Así cae la oscuridad sobre el actor-máquina: no más luz ni sonido, solo el halo de una presencia espectral de la que dudamos que nunca haya estado allí.

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