GINEBRA / Un ‘San Francisco de Asís’ ascético y humano
Ginebra. Grand Théâtre. 11-IV-2024. Robin Adams, Claire de Sévigné, Aleš Briscein, Kartal Karagedik, Jason Bridges, Omar Mancini, William Meinert, Joé Bertili, Anas Séguin. Coro del Grand Théâtre de Genève, Coro Le Motet de Genève. Orquesta de la Suisse Romande. Dirección: Jonathan Nott. Puesta en escena, escenografía, figurines, video: Adel Abdessemed. Messiaen, Saint François d’Assise.
Cuarenta años después de su estreno en la Ópera Garnier de París, Saint François d’Assise, de Olivier Messiaen, ha llegado al Gran Teatro de Ginebra, lo que supone su primera aparición en la Suiza francófona, con un reparto muy homogéneo en el que Robin Adams asume el papel titular y Claire de Sévigné como Ángel magnético, con una puesta en escena más o menos convincente de Abel Abdessemed, obligado –es cierto– a colocar la enorme orquesta de ciento veinte músicos al fondo del escenario, y el coro detrás, ya que el foso del Gran Teatro de Ginebra, aún más que el del Garnier, es demasiado estrecho; disposición que produce una impresión de lejanía muy pronunciada, pese a una leve amplificación. Así y todo, la dirección al detalle de Jonathan Nott logra extraer todas las capacidades de perfecta unidad de una orquesta como la Suisse Romande.
El Opus Magnum de Messiaen se nos aparece todavía como un coloso del repertorio lírico, con sus cuatro horas y media de desarrollo, repartido en ocho cuadros distribuidos en tres actos, sin que haya verdadera acción, aunque se trate de ilustrar las etapas principales de la vida del santo de Umbría. En 1983, para el estreno y bajo la influencia del compositor, el director escénico italiano Sandro Sequi subrayaba el aspecto estático de la obra maestra de Messiaen, de un carácter más metafísico que dramático. Nueve años después, en Salzburgo y por encargo de Gérard Mortier, Peter Sellars recurrió al audiovisual. La producción llegó a la Opéra Bastille, que maravilló por la pajarera multicolor de la que surgía una batería de pantallas de televisión durante la prédica a los pájaros, o brotaba la sangre en el cuadro de los estigmas del tercer acto. Menos convincente fue la producción con la que el propio Gérard Mortier inauguró su cargo de director en la Ópera de París (octubre de 2004), cuando la encargó a Sylvain Cambreling y a Stanislas Nordey; en todas estas producciones fue José van Dam el principal protagonista.
Para esta nueva producción, cuyo estreno se aplazó debido a la pandemia de Covid-19, el Gran Teatro de Ginebra encargó la puesta en escena al artista plástico franco-argelino de origen bereber Adel Addessemed, que firma también la escenografía (decorados, figurines, video); este artista plástico es conocido por sus obras concebidas para “ofender a los burgueses”, en especial por su violencia. Es autor especialmente notable por su controvertida escultura que representa el “Coup de boule” (el cabezazo) del futbolista francés Zidedine Zidane contra su congénere italiano Marco Materazzi durante la final de la Copa del Mundo en 2006; también es célebre por sus obras sobre el maltrato animal, propicias a la polémica, así como por sus “palomas viajeras” gigantes. En un decorado que mezcla sociedades históricas y contemporáneas, es tan solo el ave más común, la paloma zurita invasiva de las metrópolis, el que simboliza, él solo, la pasión ornitológica de Messiaen y la totalidad de la fauna alada que convoca su partitura, lo mismo en piedra que fotografiado o filmado, sin insertar en la bandada más que un único pájaro con colores, además de una gigantesca paloma blanca sanguinolenta en el acto II y, curiosamente, un impresionante dromedario de peluche. Lo que no estimula color alguno, aunque por suerte los colores están presentes en la luminosa orquestación de Messiaen; y también en los figurines hechos de piezas de tela, de objetos reciclados de todas clases (almohadas, edredones, bolsas de basura y de supermercado, balones hinchables, componentes electrónicos) y dispositivos de iconos franciscanos tipo Cimabue y Giotto.
Al fondo, como una niebla incolora que no permite percibir más que unas siluetas, están el director, la orquesta y el coro que, de esta manera, quedan bastante oscurecidos, debilitándose el refinado centelleo de los timbres, sus coloridos sensuales, las sonoridades vivamente contrastadas de la escritura de Messiaen cuyas ornamentaciones resultan desteñidas pese a la buena voluntad de Jonathan Nott, que sin embargo conoce bien los arcanos de la creación de Messiaen aunque sea la primera vez que dirige San Francisco de Asís. Pese a la extrema aplicación del director, nos cuesta trabajo identificar la música opulenta, colorista de Messiaen con el piar de piccolos y marimbas, el gorjeo de la pajarería mística de la armonía y la rítmica inflexible. Además, la acústica de la sala tiende algunas trampas a la espacialidad de instrumentos como las ondas Martenot, de naturaleza poco controlable. El director británico garantiza, pese a todo, la unidad entre la prosodia debussysta de los cantantes solistas, la masa berlioziana del coro y el abigarramiento de la orquesta. Bajo su dirección, la Orquesta de la Suisse Romande funciona sin errores, y si los contrastes están más o menos aplastados, las texturas permanecen fluidas, el juego preciso, y podemos gozar más o menos de la variedad de la paleta sonora de la percusión, así como las de las maderas y los metales; algo menos de las cuerdas, que quedan ensombrecidas. Reforzado por el Coro Le Motet de Ginebra, el Coro del Gran Teatro desempeña de manera magistral la imponente parte coral. Ya de por sí naturalmente larga, en el sermón a los pájaro, como en el conjunto del primer acto que precede, la orquesta queda aprisionada entre dos gigantescos escudos circulares que desdibujan las mescolanzas de la percusión, mientras que la penúltima escena, la de los Estigmas, encuentra dificultades para desplegarse entre la orquesta y los protagonistas, en una voluminosa osamenta de iglesia que aprisiona las dos entidades en modos separados; lo que impide el despliegue de la orquesta, mientras que el coro, más alejado aún, apenas consigue hacerse oír. Hay que esperar hasta el mismísimo final para gozar de las cualidades del coro, cuando se presenta en el proscenio para exponer el último y majestuoso acorde mayor, ampliamente sostenido, que se difumina con lentitud.
El reparto muestra una gran cohesión. Sin tratar de que olvidemos a José van Dam, que hizo suyo el papel desde el estreno hasta mediada la primera década del 2000, el barítono británico Robin Adams interpreta a un Francisco de Asís sólido y frágil a la vez, profundamente humano. Humilde y enérgico, de una serenidad terrenal y una clarividencia cósmica, su encarnación es asombrosa por su verdad y grandeza de alma. Su voz es robusta, la línea de canto perfectamente llevada, mezclando con emoción permanente las certidumbres y las dudas, con timbre luminoso, matizado, con impulsos naturales. Igual entusiasmo provoca el Angel sublime de la magnífica soprano de Quebec Claire de Sévigné, refinada silueta blanca con voz de una belleza que se difunde y que personifica de manera perfecta esta aparición celestial, solar, auténtico prodigio que ilumina toda la puesta. En el papel del Leproso, el tenor checo Aleš Briscein desarrolla con justeza los acentos de desasosiego y angustia que preceden a su milagrosa curación, y ésta le provoca una exaltación radiante. Alrededor de ellos, la presencia conmovedora de los primeros hermanos menores, compañeros de San Francisco, está espléndidamente sostenida por el barítono turco Kartal Karagedik como el hermano León; el tenor estadounidense Jason Bridges como hermano Maseo; el tenor italiano Omar Mancini, inefable hermano Elías, inveterado gruñón; el bajo estadounidense William Meinert (hermano Bernardo), el bajo de Guadalupe José Bertili (hermano Silvestre) y el barítono marroquí Anas Séguin (hermano Rufino).
Bruno Serrou
(fotos: Carole Parodi)