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ópera

[i]Cyrano de Bergerac[/i]: el poeta que quiso viajar a la Luna

viernes 11 de mayo de 2012, 10:10h
Ainhoa Arteta y Plácido Domingo protagonizaron anoche la bella, original e intensa producción de Cyrano de Bergerac procedente del Théâtre du Châtelet de París, con dirección escénica de Petrika Ionesco, que por fin se ha estrenado en la capital.


Fue Cyrano de Bergerac hombre de armas y poesía. Se jactaba de medirse con la espada al mismo tiempo que con la palabra y no temía a la muerte, si a ella llegaba siendo libre. Sólo una cosa le ataba, o era más bien un sentimiento: el amor que sentía por su prima Roxane. Un amor de verdad, de esos por los que uno se olvida de sí mismo para que a la persona amada nunca le sea esquiva la felicidad. Así, al menos, retrató a Cyrano para la posteridad la pluma de Edmond Rostand en una obra estrenada en París en 1897, cuyo enorme éxito le valió un sitio entre los inmortales de la Académie Francaise con sólo 33 años, algo que nunca había ocurrido en los más de 250 años de existencia de tan prestigiosa institución. Aquel éxito contrastó desde el principio con el fracaso que rodeó la producción creativa y, en general, la existencia del verdadero protagonista. Así, Cyrano se convirtió en otro de esos ejemplos, que nunca deberían existir, de escritor que alcanza la fama no por lo que él mismo escribió, sino por lo que más tarde otro escribiría sobre él.

Y como si de un juego del destino se tratara, convertido en famoso el personaje gracias al teatro, nos encontramos entonces con una ópera demasiado desconocida, a pesar de que trate de ese tan conocido personaje. Lo más sorprendente es, claro está, la gran calidad de esa obra, compuesta por Franco Alfano, otro protagonista de la velada de anoche injustamente tratado por los antojadizos posos de la historia. En las estanterías de la mítica Casa Ricordi de Milán, andaba un día “husmeando” Plácido Domingo, siempre ávido de desafíos, cuando encontró al Cyrano de Alfano y quedó prendado al instante. Quiso el tenor madrileño echar cuentas con la memoria, convirtiéndose en uno de los grandes impulsores de que esta ópera volviese a los escenarios para deleitar al aficionado. Y, por supuesto, metiéndose él en lo más profundo del alma de Cyrano, que bajo su piel cobra vida y en su garganta, impresiona. Plácido es un Cyrano generoso, como lo son en realidad todos sus personajes, porque él está dentro de todos ellos. Es un Cyrano templado por dentro y pendenciero por fuera, que busca pelea pero protege a los suyos, que sabe cómo calmar a la tropa y cómo amar a una mujer, aunque a esto sólo se atreva poniendo sus palabras en los labios de otro. ¿Quién va a querer a un hombre con una nariz que llega a los sitios un cuarto de hora antes que él?



A Plácido Domingo, en Madrid se le espera durante más de once meses y nunca falta ni defrauda. En esta ocasión, la espera, además, miraba hacia Cyrano, la ópera cuyas representaciones en París de 2009 –con esta misma producción a cargo de Ionesco– se saldaban con 55 minutos de aplausos de un público que, puesto en pie, intentaba premiar la enorme dificultad vocal y actoral de la obra. Seguramente, en la Plaza de Oriente nadie esperaba anoche 55 minutos de aplausos, pero lo cierto es que tampoco únicamente 8. Especialmente, porque había muchos en el escenario y detrás del mismo entre quienes repartir -y ya sabemos que Plácido desde que sale a saludar los va lanzando entre sus compañeros antes incluso de que lleguen a él-, empezando por Ainhoa Arteta, cuyo debut sorpresa en el Real para sustituir a la soprano estadounidense Sondra Radvanovsky ya era, de por sí, todo un acontecimiento. Magnífica y exquisita en escena, la Roxane que ya había interpretado junto a Plácido en San Francisco, recogía anoche en el Real los bravos de quienes llevaban muchos años esperándola.

El carismático dúo protagonista venía arropado, además, por un reparto en el que destacaron Ángel Ódena, el barítono encargado de interpretar a De Guiche, y Michael Fabiano, el tenor estadounidense que interpreta a Christian, el bello galán cuyo físico enamora a Roxane y a quien Cyrano presta sus palabras de amor para que su interior la conquiste de verdad. Por su parte, el Coro Titular del Teatro Real, Coro Intermezzo, tuvo una actuación que sigue subiendo enteros, bajo la dirección de Andrés Máspero. Y la Orquesta Titular del Teatro Real, Orquesta Sinfónica de Madrid, bajo la batuta anoche de Pedro Halffter, interpretó una atenuada partitura que, sobre todo, al principio parece apuntar a Stravinski y después va ganando en melodías con clara influencia de Puccini junto con elementos del impresionismo francés, en particular de Debussy.

Pero había que seguir repartiendo minutos de aplausos: una escena como la de este Cyrano parecía, por fin, capaz de contentar a todos. Calmaba así las turbulentas aguas que recorren las butacas y los palcos, desde donde vanguardistas y clásicos llevan meses batallando para hacer escuchar su opinión como si sólo una fuera válida. Ionesco, encargado también de escenografía e iluminación, demuestra su veteranía artística a base de una propuesta de aire cinematográfico que, por ser respetuosa con la época y la historia que se cuenta, no pierde en fuerza ni en originalidad. Un teatro dentro del teatro. Después, la sorpresa de que estamos detrás y no delante del telón. París en su romántica penumbra envuelve, en otra de las escenas, a los espadachines en plena lucha –con esgrimistas del Ateneo de Madrid– y un frente de batalla muestra las penurias de los soldados de cualquier guerra. La escena final, de un enorme lirismo, que transcurre catorce años después de la mortal herida que dejó a Roxane sin el cuerpo que “encubría” el alma del que realmente estaba enamorada, Ionesco la ha querido subrayar con más poesía aún. Las hojas del viejo árbol del convento donde vive retirada empiezan a caer como símbolo de que el final de Cyrano, el poeta que imaginó viajar a otro mundo más justo en la Luna, donde la moneda de cambio eran los versos, está a punto de llegar.
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