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Crítica de ópera

Wozzeck salva a Wozzeck

martes 04 de junio de 2013, 11:27h
El barítono británico Simon Keenlyside ha sido quien que se ha llevado aclamaciones de bravo por su soberbia interpretación del protagonista esquizofrénico en la ópera de Alban Berg, Wozzeck, que se ha estrenado este lunes en el Teatro Real.
Wozzeck es, sin duda, una ópera compleja. Lo es por su conocida atonalidad pero también por la profunda amargura que desprende su trama, una tragedia en toda regla que acaba con el asesinato brutal de una madre a manos del padre de su hijo, con la detención y posterior ejecución de éste y con la desolación de un niño que se queda huérfano a la vista de todos los espectadores. “Tu madre está muerta”, le cantan los demás niños en el escenario y por mucho que a alguno la música y la escenografía no le hayan gustado, probablemente no habrá sido capaz de evitar la sensación de tener el corazón encogido. Es lo que ocurre con las historias bien contadas. Esta es una historia de locura, de miseria, de celos, de ir buscando una dignidad que posiblemente jamás llegó a tenerse y, así, cuando Wozzeck se convierte en asesino, resulta que nos damos cuenta de que ha llegado a tal condición cargado de “motivos”. La historia es real, como lo son en realidad la mayoría de las que relatan las óperas o las novelas, y lo mismo que en cualquier otra historia, sus matices dependen de los ojos que la miren. Y de lo que estos, a su vez, hayan mirado antes.

Alban Berg tuvo noticia de Wozzeck - en realidad Woyzeck, aunque un error en la primera impresión del libreto le “cambió” el nombre – a través de una representación teatral del drama inconcluso del escritor alemán Georg Büchner que narraba el drama de un barbero, antiguo soldado, preso de la locura después de haber servido de cobaya a un médico militar. Cuando Wozzeck fue condenado a muerte por el asesinato de su mujer, hubo quien vio en la cruel experiencia sufrida una causa suficiente como para atenuar el castigo. Entre ellos se encontraba el padre del malogrado escritor y está claro que el propio Berg militó en la causa en cuanto la conoció y, ya que estaba, quiso añadir al libreto sus vivencias personales, nada agradables, en el ejército durante la Gran Guerra. Allí, según confesó él mismo, se sintió humillado y así hace que aparezca Wozzeck: constantemente humillado y zarandeado por todos: su jefe el capitán, el médico, Marie, el Tambor mayor y los demás personajes que aquí encontramos, durante toda la obra, en el interior de una especie de barracón prefabricado que hace las funciones de cantina, con una parte exterior destinada a zona de juegos para los pequeños.

PIE DE FOTOEl director de escena Christoph Marthaler, protestado junto a su equipo por una parte del público, concibe para este Wozzeck procedente de la Ópera national de París un espacio central único en el que confluyen todos los personajes, incluidos esos niños que entran y salen o se intuyen jugando en el exterior, hasta el citado final de ópera de terror que protagonizan sentados en las mesas que hasta entonces habían ocupado los adultos. Dejando aparte la elección de la escenografía, que, en todo caso, resulta bastante anodina, lo cierto es que la escena funciona en su mayor parte – salvo pequeños deslices con los que, por desgracia, uno ya empieza a contar por insistentes y repetitivos: más vale rendirse – y la prueba está en que los personajes son lo que son y transmiten aquello que el compositor quería que trasmitieran. Herr doctor da repelús, el capitán es un simple de la peor calaña y, para colmo, investido de cierto poder, la mujer pone los cuernos al protagonista con el tipo más macarra del vecindario y, claro, así es difícil que a uno no le entre algo de compasión cuando a Wozzeck le cogen con las manos en la sangre y la sangre en las manos.

Así llegamos al protagonista no sólo de la ópera, sino de la noche: el barítono londinense que hace suyo el papel del desequilibrado Wozzeck, quien, como dice su capitán, va por la vida corriendo “como una navaja abierta con la que alguno podría cortarse”. Lo cierto es que, aparte de su calidad vocal, Simon Keenlyside construye un realista y soberbio Wozzeck, que se crece según avanza la acción. Un personaje complejo, que combate la angustia y la ansiedad con la actividad, moviendo el cuerpo para que no se mueva, aún más, la mente. Sus tics lo delatan, pero también le sirven para hallar un poco de sosiego en la rutina de lo cotidiano, en las acciones repetidas. Hasta que todo salta por los aires e, incluso entonces, en la forma en que da muerte a Marie, intenta Wozzeck ser congruente. “Prefiero que me claves un cuchillo a que me toques” llega a decir Marie, el otro personaje atormentado por su propia alma a la que intenta justificar para después satisfacer y viceversa. Nadja Michael está a la altura de su amante y verdugo, protagonizando junto al niño la escena más espeluznante de toda la obra, la que más carga emocional contiene en cada palabra y cada nota, dando voz y vida a una estupenda Marie, quien ve la luna roja y entiende que va a morir. También ella ha sido merecidamente premiada por el público, mucho menos entusiasta a la hora de aplaudir al resto del elenco: Jon Villars, Gerhard Siegel, Franz Hawlata, Roger Padullés y Katarina Bradic.

Sylvain Cambreling ha recibido desde el escenario los aplausos que compartía con la Orquesta Titular del Teatro Real (Orquesta Sinfónica de Madrid), a la que ha dirigido con firmeza en un foso ampliado para dar cabida a la enorme instrumentación que exige la difícil partitura. Y aplausos, también discretos pero indiscutibles, para el Coro Titular del Teatro Real (Coro Intermezzo) y su director Andrés Máspero, así como para los Pequeños Cantores de la JORCAM y su directora, Ana González.
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