En el año 1946 un par de años antes de reinaugurarse el Campoamor, tras la devastación que produjo la Revolución del 34 y la Guerra Civil, se realizó una visita a las obras ya avanzadas de lo que sería el nuevo teatro. LA NUEVA ESPAÑA publicó un extenso reportaje en el que el periodista se asombraba de la calidad de las nuevas instalaciones. Para ponderar la excelencia de las mismas afirmaba que «reunían las condiciones suficientes para representar la Tetralogía de Wagner». Aunque el propio periodista anotaba la duda de que eso llegase a suceder. Y es que la «tetralogía» wagneriana es un reto inmenso para cualquier teatro. De hecho en el propio festival de Bayreuth cada nueva producción del «Anillo» se aguarda siempre con expectación y polémica subsiguiente. Pues bien, casi siete décadas hubo que esperar para que arrancase este empeño wagneriano con la puesta en escena de «Das Rheingold», prólogo de «El Anillo del Nibelungo».

Las dificultades para sacar adelante una empresa de esta envergadura en el Campoamor son múltiples. La primera de ellas, casi insalvable: la inadecuación de la infraestructura. Por mucho que se empeñasen los cronistas de los cuarenta, propaganda y verdad no siempre van de la mano, el foso no tiene la cabida precisa para la plantilla que se requiere y, de hecho, aquí se trabajó con una versión reducida que se suele emplear en los teatros alemanes más pequeños. Tampoco las exiguas medidas de la caja escénica ayudan a conseguir gran espectacularidad escenográfica. Además un proyecto así se encarece por la notable extensión de los repartos que todo el ciclo precisa. Por ello adquiere especial valor, y se debe resaltar especialmente, la audacia de la Ópera de Oviedo en seguir adelante con el plan pese a las penurias económicas derivadas de la crisis. Estoy convencido de que nada mejor que batallar por la calidad en estos momentos para salir adelante victoriosos y sobre todo de una carrera de fondo como es la Tetralogía.

Primer escollo: la escena. ¿Cómo resolver con dignidad la compleja historia, preñada de subtextos, de reinterpretaciones continuas en los planos escénicos, e incluso literarios y pictóricos? Ha sido todo el ciclo inspirador de numerosas teorías, de cientos y cientos de estudios, de las más dispares aproximaciones escénicas -desde las más ortodoxas a las más alocadas-, de lecturas y relecturas sociológicas, marxistas, conceptuales. O sea que, con todo esto detrás, hay que seguir buscando nuevas vías en las que seguir reinventando la obra. El director de escena polaco Michal Znaniecki ha optado por una vía intermedia. Ni por una transgresión descarnada ni por un camino tradicional sensu stricto. Aprovecha hasta el límite las nuevas tecnologías -a través de la técnica del video-mapping-, sin por ello dejar de lado la iconografía que perfila, también escénicamente, a los personajes. El poder de la imagen aquí es esencial -quizá demasiado, propiciando que a veces el desarrollo dramatúrgico se quede un tanto en la espuma de las olas y no profundice adecuadamente y también cierta reiteración que llega a ser cansina-. Pero, eso sí, se esbozan sugerencias y se dan las claves para dar continuidad a la trama en próximas ediciones. Znaniecki «cuenta» bien cada rol, con guiños naif en el diseño de los gigantes o de los enanos, no del todo acertados, o en el uso de las urnas que son río, prisión, claustro materno o pesada carga según convenga. Suyos son también la escenografía y el vestuario -totalmente blanco para convertir a cada intérprete en subtexto de la proyección general-. Las proyecciones con la técnica del mapping en tres dimensiones son sugerentes y recrean bien cada atmósfera -aunque esta tecnología aún tiene recorrido por delante para ser enteramente satisfactoria-. La realización de la misma -a cargo de Jaime Cobo y Antonio Diego- es magnífica, sin un fallo, y su desarrollo le da un toque futurista a la obra, muy a lo «Matrix», especialmente en el tramo final, con las series numéricas ocupando la escena o en la tela de araña que atrapa a los dioses al no poder comer las manzanas doradas de Freia y en la que el tiempo se congela para ellos. El efecto final con los dioses avanzando hacia el patio de butacas, convertido el teatro en el arcoiris con la luz iluminando los hermosos motivos grecorromanos de la cúpula, camino del Walhalla, está bien pensado. La propuesta, en general, sigue la línea del premiado trabajo que «La Fura dels Baus» estrenó en Valencia, en lo que a la línea estética se refiere. Aquí primó la economía de medios, sin figuración en el Nibelheim, todo envuelto en una precisa línea simbólica y con necesidad de más trabajo en lo que a la mera dirección actoral se refiere.

Segundo problema: la música. Hay un imponderable imposible de resolver en el Campaomor. Como señalé más arriba, encajar en el foso el orgánico de plantilla necesario para interpretar la obra tal y como Wagner la concibió es tarea imposible. Falta, de partida, por tanto la densidad orquestal que «El oro del Rin» necesita. Ahora bien, obviando este asunto, que ya es bastante, hay que decir que Guillermo García Calvo realizó una magnífica lectura de la obra. Había dejado el listón altísimo con «Tristán e Isolda». Aquí no se llegó a la perfección artística de aquella ocasión pero se consiguió un nivel más que notable. García Calvo es uno de los nuevos directores españoles de mayor relieve, proyección internacional y, sin duda, futuro. Curiosamente en los teatros de las grandes ciudades españolas apenas ha dirigido. Voy a explicarme mejor: en estos teatros que financiamos todos los españoles, un músico como él, de primera categoría, no tiene presencia. Es algo bochornoso e impresentable. También en esto España es diferente. Esperemos que en la temporada ovetense siga trabajando y lleve esta tetralogía a buen término. Hizo de la carencia de efectivos orquestales virtud y consiguió un rendimiento alto de la Sinfónica del Principado. Hubo pasajes esplendentes, de un romanticismo envolvente, cálidos y con singular poder de atracción. Dirigió con agilidad y brío, consiguió un balance con la escena inmaculado y su dirección tuvo garra dramática de principio a fin, sin caídas de tensión. Fue, justamente, el gran triunfador de la velada.

Tercera dificultad: el reparto. No atraviesa en nuestros días el canto wagneriano por un momento especialmente dulce. En todos los teatros hay problemas para redondear los elencos y cuesta encontrar cantantes que aporten, sobre todo teniendo en cuenta los predecesores de décadas pasadas. No se puede decir que el elenco de Oviedo fuese de referencia, pero sí que estamos ante un reparto equilibrado, que respira honestidad en el conjunto de los intérpretes y que consigue, al menos, disimular carencias y potenciar los aciertos -aquí el mérito es también del trabajo concertador del director musical-. Hay que destacar la gran cantidad de cantantes españoles que cumplen su cometido de manera eficaz. Acudir a ellos es un acierto por parte de la Ópera de Oviedo. Ojalá otros tomen ejemplo. Tómas Tómasson cantó un Wotan consistente que fue a más según avanzó la función, optando por un acercamiento lírico al rol. Su actuación global tuvo solvencia.

Homogéneo, en la línea de canto, resultó el Alberich de Thomas Gazheli, rocoso y ardiente con una interpretación que pasó al primer plano, mientras que el Mime de Daniel Norman también tuvo entidad. Elena Zhidkova cantó una Fricka imponente -de lo mejor de la noche- y Maite Alberola se lució como Freia, pese a algún problema en el registro agudo. Muy bien David Menéndez y Jorge Rodríguez-Norton -Donner y Froh, respectivamente-. Menéndez aportó una intervención brillante, de enorme fuerza expresiva, mientras que Rodríguez-Norton explotó buena veta lírica. No pasó de la apurada corrección el Loge de César Gutiérrez. Suplió su falta de empuje vocal con una adecuada prestación dramática, pero, así y todo, no consiguió esquivar una sensación de inseguridad y de estar lejos de lo que el personaje requiere a nivel vocal. Fasolt y Fafner encontraron precisa réplica en Felipe Bou y Kurt Rydl, mientras que las ninfas del Rin cumplieron con eficacia -Eugenia Boix, muy destacada, Sandra Ferrández y Pilar Vázquez-. Desde el interno, Birgit Remmert fue una correcta Erda, con profunidad cavernosa, espectral.

Culminados, por tanto, estos tres puertos de extrema dificultad, el balance de conjunto es bueno para una primera aproximación a un título que Thomas Mann calificó, con justicia, de «obra colosal». Se inicia con acierto, en el bicentenario de Wagner, la hermosa aventura de «El Anillo» wagneriano en el teatro Campoamor.