La Fura dels Baus y su fundador y director Carlus Padrissa han conseguido algo poco frecuente en el panorama operístico: crear un lenguaje escénico propio, completamente original, todavía vigente tras varias décadas y, a pesar de manejar elementos de vanguardia atrevidos, aceptado por el gran público. Un lenguaje con un fuerte componente videográfico, que invierte la estructura de la escena y exhibe descaradamente sus elementos de ingeniería interna, en el que iluminación, grúas, cableados y operarios pasan de ser elementos de soporte a configurar el núcleo visible de la creación teatral. Un lenguaje genial que, todo hay que decirlo, la formación ha utilizado con diversos grados de acierto.

Con su Samson et Dalila, estrenada en 2013, nos encontramos con una de sus producciones más logradas. Padrissa nos propone una interpretación provocadora de la obra de Saint-Saëns centrada en el conflicto entre religiones, un tema que por desgracia no ha perdido vigencia. El blanco y negro riguroso domina el escenario, dando cuenta del enfrentamiento irreconciliable. La narración combina valientemente el atractivo de un elabosrado espectáculo audiovisual con escenas de crueldad que nos acercan al espanto –con tortura de una embarazada del púbico incluida. El brillo mesiánico y el horror acompañan a estas luchas de poder religioso y biopolítico, el resultado es un espectáculo fascinante que coloca el conflicto en el presente más ineludible.

El personaje de Dalila se ha confiado a Varduhi Abrahamyan, una mezzosoprano que se estrena en el papel. Su voz, impecablemente homogénea en todo el registro, tiene un atractivo y aterciopelado color sombrío, características en principio ideales para esta bíblica mujer fatal. Además, su atractivo físico se adapta al papel y se complementa con una presencia escénica deslumbrante. Su interpretación vocal, sin embargo, se quedó un tanto corta por falta de intensidad y proyección –el imprescindible squillo– y se hizo difícilmente apreciable en las partes donde el rol requiere más ferocidad y carácter, especialmente al final de los últimos dos actos. Así, su Dalila resultó lejana y excesivamente introspectiva. En las distancias cortas quizá pudo conquistar a Sansón, pero su embrujo no se extendió al público.

Kunde, el tenor inevitable en nuestro país en los últimos tiempos –diez obras diferentes en un año lo avalan–, se lesionó antes del estreno, pero aun así decidió iniciar las representaciones. Salió a escena sobre una plataforma móvil que le paseó por el escenario, en una solución de urgencia que encaja bien con los recursos escénicos de La Fura. Pero algo de su lesión de pie debió afectar a su estado de ánimo o a su garganta y no pudo ofrecer el estupendo nivel al que nos tiene acostumbrados. Hizo una entrada triunfal y en algunos momentos heroicos consiguió lucir el agudo brillante que es su marca personal, pero faltaron seguridad y lirismo. En continua lucha con su papel, encarnó un Sansón vencido desde el inicio que esperemos consume su venganza en sus próximos compromisos en Barcelona, Bilbao y de vuelta en Valencia.

Los secundarios no elevaron demasiado el nivel vocal, exceptuando la que fuera la mejor actuación de la velada, la del bajo Jihoon Kim. Un cantante curtido en la compañía de la Royal Opera que hizo una corta pero inolvidable intervención con su oración hebrea convertida en lamento. Un instante de magia en el que mostró esa rara cualidad del buen legato, cuando pareciera que la voz se acompaña a sí misma, entrelazando melodía y continuo desde una misma garganta. En contraste con la belleza y profunda expresividad de su voz, Kim cantó desde el centro del patio de butacas, mientras simulaba un atentado suicida, todo ello acompañado por el coro que reconfortaba con sus voces desde las gradas al fondo de la sala. Provocación, belleza y tensión combinadas en el único momento en el que se adivinó lo que hubiera podido ser esta producción si la vertiente musical hubiera estado a un nivel superior.

Y en el foso, Roberto Abbado se estrenaba como director titular del Palau con una interpretación llena de momentos de carácter, gracias a una sección de cuerda llevada al límite, que funcionó bien para para las grandes escenas. Sin embargo, optó por mantener esa misma intensidad como una constante y, así, se le escaparon las sutilezas de una partitura que él ha calificado como sencilla, pero que merece atención a los detalles y pormenores de su música de ballet, de sus sinuosas escalas y de las exóticas armonías que la caracterizan.

Si convenimos que una puesta en escena debe recuperar el sentido de la obra y traducirlo al momento actual, Padrissa y su propuesta lo habrían conseguido. La fusión entre el presente y pasado se realiza de manera impecable. Quizá pronto disfrutemos de este mismo montaje con un reparto en plenas condiciones y entonces sí, con seguridad, contemplaremos una obra memorable.

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