Un gran Siegfried en Toronto

Un gran Siegfried en Toronto. Foto: Michael Cooper
Un gran Siegfried en Toronto. Foto: Michael Cooper

Después de presentar Die Walküre en la temporada 2014-2015, está ahora en cartelera, en el Four Seasons Centre de Toronto, del 23 de enero al 14 de febrero, la producción de la Canadian Opera Company del Siegfried, segunda jornada y tercera ópera del ciclo.

Presentar el Ring Des Nibelungen no es una hazaña que pueda improvisarse: la historia de la producción empieza cuando, a principios de los años 2000, la Canadian Opera Company pide al renombrado (y transgresivo) escenógrafo canadiense Michael Levine planear la tetralogía para la inauguración del «Four Seasons Centre for the Performing Arts» en Toronto. Además de hacerse cargo de las escenas, Michael Levine cura personalmente la dirección del Das Rheingold, prólogo del ciclo; luego pide a tres distintos directores canadienses que dirijan las tres siguientes jornadas (guardando de cualquier manera para sí la escenografía): Atom Egoyan para Die Walküre, François Girard para Siegfried y Tim Albery para Götterdämmerung. Presentadas por primera vez entre 2004 y 2006, las óperas están siendo propuestas nuevamente en las tres temporadas del 2013 al 2017.

El enfoque de Levine se caracteriza por el intento de «representar la transición desde el mundo imperialista siglo XIX del Rheingold, a una sociedad dominada por una revolución industrial y su correspondiente corrupción en la Walküre, a una época de introspección froidiana y exploración sicológica en Siegfried, a un medio capitalista contemporáneo en Götterdämmerung. Levine concibió para el escenario un mundo de atmósferas y sugestiones que, con cambios mínimos de luces y escena, permiten trasladarse ágilmente de una casa a una landa devastada por la guerra, a la ladera rocosa de una montaña. La escena cuajada de escorias refleja el momento de crisis descrito en Die Walküre: la disolución de una familia, el caos provocado por la lucha que Wotan libra por el poder personificado en un anillo mágico, la caída de los dioses» (cit. desde la presentación que la misma COC hizo en 2005 de la labor de Levine).

Dejando a un lado las teorías explicativas y claramente elogiativas, en la puesta del Siegfried en Toronto resulta evidente lel altísimo nivel musical de la orquesta estable de la Canadian Opera Company, magistralmente guiada por el jóven y valioso Director alemán Johannes Debus, así como la cualidad de todas las voces. El tenor alemán Stefan Vinke es un Siegfried de voz clara y calibrada, a la altura de la enorme tarea que representa estar casi costantemente en escena por más de 4 horas; el bajo/barítono estadounidense Alan Held le da al Andariego/Wothan la fuerza vocal y la redondez de sonido requeridas, así como el barítono inglés Christopher Purves que interpreta a Alberich. El tenor austriaco Wolfgang Ablinger-Sperrhacke es vocalmente un buen Mime, pero no logra transmitir la gran vis cómica que el personaje tiene. Muy buenas las voces del bajo canadiense Philip Ens (Fafner), de la contralto americana Meredith Arwady (Erda), y la de la soprano canadiense Jacqueline Woodley (el Ave de la Selva).
En presencia de una tal excelencia musical, que no siempre es alcanzada en una ópera wagneriana, la puesta en escena del Siegfried es cuando menos desconcertante, sobre todo si pensamos en el cuidado que Wagner puso en dar indicaciones para la producción: él escribió personalmente los libretos de sus óperas, imaginó la composición de la orquesta y la posición de cada instrumentista, al punto de querer construir en Bayreuth un teatro expresamente concebido para el ciclo del Anillo, y describió en mucho detalle el escenario de su saga mitológica…

Un gran Siegfried en Toronto. Foto: Michael Cooper
Un gran Siegfried en Toronto. Foto: Michael Cooper

El telón se abre sobre una enorme «nube» de ramas y escorias, con entremezclados unos cuerpos humanos (¿los héroes muertos y los dioses del Valhala?), que domina el primer acto, se cierne opresivamente sobre los personajes – éstos no dejan de vagar por el escenario -, disminuye la fuerza de su presencia y distrae al espectador. Si añadimos el atuendo de todos los personajes – una especie de piyama blanco, que recuerda por un lado la uniforme de los pacientes mentales en los antiguos manicomios y por el otro la vestidura de los peones mexicanos en tiempos de la revolución – la sensación de extrañamiento es más fuerte aún. Desde un principio, el Andariego (Wanderer/Wothan) aparece intencionalmente, a pesar de su voz poderosa, sólo como un pobre anciano recargándose en un largo bastón, ya no en la mágica Lanza de la Ley. El director François Girard afirma abiertamente en sus Notas considerar Siegfried como «la más abstracta de las óperas del Ring» y como obra abstracta la maneja. La escena en la cual el protagonista forja Notung, la mítica espada, pierde mucho de su encanto originario: Sigfried no golpea alegre y rítmicamente sobre un yunque los trozos de acero que está reconstruyendo, no consigue su propia arma con un intenso esfuerzo físico, sino que por todo el tiempo se limita a mover manos y brazos, como un brujo sobre el calderón de una pócima mágica, de rodillas ante un hoyo en el piso del escenario, desde el cual asoman y ondean sinuosamente manos y brazos femeninos, iluminados de rojo para representar las llamas. Y de repente Notung emerge completa de la maraña…  

En el segundo acto, la «nube» de ramas y escombros se encuentra un poco más alejada del público, hacia el fondo del escenario, aligerando así el sentido de opresión; pero en cambio el espacio delante de la cueva del dragón Fafner está lleno de cuerpos – siempre en sus blancos piyamas -: ¿a dónde se fue la selva lozana y serena, esa naturaleza que Siegfried habita e interpreta (Wagner era un seguidor de la filosofía de Rousseau y del mito del «buen salvaje»), de la cuali no debería alejarse jamás? De gran efecto teatral la representación de la lucha entre Siegfried y el dragón, con séis acróbatas – el director ha trabajado también con el «Cirque du Soleil» – que, en sus piyamas blancos, simulan hábilmente el perfil frontal y las fauces abiertas del dragón. Banal, en cambio, la representación del pajarillo como una especie de ángel de la guarda…

En el tercer acto, por fin desaparecida la «nuvola» de ramas secas y escombros, resulta más aceptable la representación de la roca de Brunhilde con la masa circular de blancos cuerpos acostados que sucesivamente se enderezan formando un círculo, se iluminan de rojo y terminan dando vueltas vorticosamente sobre sí mismos: las llamas. Cuando Siegfried penetra al interior del círculo, los cuerpos blancos se retiran lentamente hacia el fondo del escenario. Claramente estudiado el contraste entre los blancos piyamas y el rico vestido victoriano de Brunhilde: ¿un vestido de finales del siglo 19º, tul y encajes negros para la valquiria Brunhilde? ¿Quiere Levine indicar con ello la transición desde semidiosa guerrera a simple mujer? Musicalmente, sin embargo, Brunhilde no decepciona: la voz de la óptima soprano estadounidense Christine Goerke es fuerte, llena y dramática.

Giuliana dal Piaz