Tal vez sea un cliché decir que I Puritani es la cumbre de la ópera belcantista, pero hay buenas razones para afirmarlo una vez más. En ella Bellini explotó su gran talento orquestador (impresionante la riqueza de la sección de viento a lo largo de toda la obra), refinó su desbordante inspiración melódica, siempre sostenida sobre la línea vocal, y abonó ese sustrato cromático complejo y fascinante del que luego brotaría gran parte de la ópera del siglo XIX, de Verdi a Wagner. Pero sobre todo I Puritani llega al límite del ideal del melodrama Romántico (ni siquiera Verdi pudo superarlo en esta faceta) porque logra que la música sea el verdadero soporte de la acción: son las emociones de Elvira y Giorgio hechas música las que deshacen el nudo dramático de la ira de Riccardo. Su aceptación del perdón a Arturo sólo se comprende por el arsenal musical que despliega Bellini; un muro derribado a golpe de melodía. Ante el sobrecogedor reto de escenificar I Puritani el Teatro Real logró armar un equipo suficiente para hacer disfrutar al público, pero algunas patas cojas impidieron redondear la función.

Tras la anunciada indisposición de Diana Damrau, el protagonismo vocal recayó desde el principio sobre Javier Camarena, que aprovechó la circunstancia para firmar un éxito rotundo. Camarena tiene una de las técnicas mejor resueltas de entre los tenores actuales: un centro sano y liberado, un pasaje sólido, bien cubierto y de transición fácil, y un sobreagudo espectacular, que acusa sin embargo un poco de desgaste en roles más pesados como Arturo. La voz está tan bien colocada que goza de una proyección espectacular en toda la tesitura, pasando por encima de la orquesta, el coro y todos sus colegas en los concertantes. Comenzó con un "A te o cara" delicado y embelesado, perfectamente esculpido en la repetición de la melodía inicial, donde presentó las señas que iban a acompañarle toda la noche: fraseo imaginativo, constante regulación dinámica (con una tendencia habitual a esfumar los finales de estrofa), acento lírico y perfecta dicción. En el dúo con Enriquetta la ligereza del instrumento impidió mayor expansión dramática, pero afrontó con suficiente heroísmo la espada de Riccardo. En el acto III llegó la coronación, con un "Corre a valle” cumbre del lirismo nostálgico y soñador y un “Vieni fra queste braccia” donde lideró con arrebato. Coronó con un “Credeasi misera” casi íntimo, verdaderamente conmovido por la locura de Elvira. Un tenor del que se aprende tanto como se disfruta.

Diana Damrau no tuvo su noche y es difícil precisar si el problema es puntual o de fondo. Sorprende que su voz, antes exultantemente fuera y liberada, suena ahora algo tragada, atrapada en la gola, lo que genera una dicción deficiente y una proyección alicorta. Muy castigada en el sobreagudo, Damrau logró sacar adelante la función a base de tablas y energía, y exhibiendo lo que mejor conserva de sus mejores años: un buen sonido en pianissimo, perfectamente vibrado y regulado. Su primera intervención en el duo con Giorgio hizo temer lo peor y la polonesa fue verdaderamente decepcionante, pesante en la exposición y conservadora en las variaciones. Sin embargo, en ambas escenas de la locura Damrau tiró de melodrama e histrionismo y consiguió convencer y por momentos emocionar, casi Ophélie más que Elvira.

Con un timbre carnoso y rotundo, Ludovic Tézier fue sin embargo incapaz de plegarse a la línea eminentemente lírica de Riccardo (en una confusión habitual entre heroísmo y dramatismo). En su bellísima aria de entrada la voz sonó fresca y liberada pero, salvo algún intento de regulación, el constante mezzo-forte ametrallaba el vuelo de cada frase. Incomprensible, con esos mimbres, la incómoda fermata que se autoimpuso. Bastante mejor en el duo del II Acto y en "Suoni la tromba”, donde su voz protagonizó con autoridad. A todas luces insuficiente el Giorgio de Nicola Testé, que pasó con anonimidad por las mejores páginas para bajo que escribió Bellini. Muy bien por el contrario Annalisa Stroppa, que sacó oro del breve rol de Enriquetta.

El coro del Real brilló en un finale de sonido ostentoso y la orquesta cumplió con la partitura de Bellini, pero ni logró destacar por virtud solista ni por belleza tímbrica, encorsetada además por la dirección firme de Evelino Pidò, más preocupado por medir y acompañar que por explotar la sensualidad Romántica que sostiene toda la obra. La producción de Emilio Sagi ilustra bien la oscuridad de la fortaleza puritana en el primer acto, el romanticismo lunar del tercero, y tiene algún momento vistoso, como el primer descenso de las lámparas de araña con la llegada de Arturo en el "A te o cara". Todos los símbolos giran en torno a una Elvira niña e inocente, que el director dibuja con verdadera empatía, pero sin mayor pretensión.

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