La visita anual de Plácido Domingo al Real trajo esta vez esta joya del Verdi temprano, programada con mimo para servir de lujoso colofón a una temporada en la que han terminado por imponerse las luces a las sombras. I due Foscari es un prodigio de concisión teatral, un drama paterno-filial en el que todos los mimbres del mejor Verdi están casi ya madurados y cuya calidad musical le hace superar la categoría de digna antecesora de la más popular Simon Boccanegra. Es una lástima que las circunstancias hayan impuesto sólo tres funciones en versión de concierto, impidiendo una mayor reivindicación del título. En todo caso a la función no le faltó nervio teatral, sobre todo gracias a un Domingo en asombroso estado de gracia, que una vez más puso al teatro en pie.

De todos los papeles de barítono con los que Domingo está construyendo esta desconcertante coda a su exitosa carrera, Francesco Foscari es, precisamente junto a Simon Boccanegra, el que mejor se adecúa a su perenne persona escénica y a su situación vocal. Con un fraseo que mantiene la espontaneidad y la altura melodramática de antaño, Domingo dibuja un padre verdaderamente atormentado entre el deber a la patria y el amor a su hijo. Desaparecida toda posibilidad de canto legato, el acento siempre afilado y preciso, apoyado en una dicción italiana que siempre fue ejemplar, consigue apuntalar las frases y cargarlas del significado dramático que la melodía ya no puede sostener. Su función fue inicialmente de más a menos, con una buena entrada en el I Acto, donde le ayudaron el recitativo inicial y el fraseo corto del aria, pero un grave bache en la escena de la prisión en el II Acto, donde le costó entrar en el ritmo implacable del terceto y la voz perdía impostación a cada frase. Sin embargo, en el Acto III saltó la sorpresa, con un aria final de lacerante inspiración, impecablemente fraseada y con un fiato atléticamente estirado hasta la extenuación.

A su lado, Michael Fabiano fue un Jacopo Foscari errado. Su encomiable compromiso dramático y su contagiosa entrega no pudieron disimular una técnica vocal muy problemática, que lastró de principio a fin su interpretación. La voz en el centro es de calidad, sonora y de color varonil, con un buen volumen logrado más a base de fuerza que de proyección. Los problemas empiezan en las notas previas al pasaje, donde la voz adquiere un pesado velo gutural, y en el propio pasaje al agudo, donde el sonido se endurece y se abre sin remedio. A sus 32 años, la voz debería sonar fresca y resuelta, y no salvada por los pelos en cada subida a golpe de músculo e intuición. Aunque el fraseo es aguerrido y arrebatado, la tensión que le produce una técnica insegura le obliga a la sobreactuación constante, dibujando un Jacopo tan fiero como monótono.

La gran promesa de la noche, Angela Meade, estuvo a la altura de las expectativas pero no terminó de hacer suyo el endiablado carácter de Lucrezia Contarini. Meade posee una de las voces de soprano más características de su generación: un metal punzante y broncíneo que le confiere autoridad dramática en toda la tesitura, aunque pierda algo de brillo en la franja más aguda. La voz suena liberada y la proyección es impecable, logrando un sonido percutiente y bien dirigido, aunque el color revela un ligero engolamiento que puede ser la causa de su mayor lastre en la función del pasado viernes: una articulación pobre que desdibujaba frase y línea melódica. Esto, que puede ser un problema menor en papeles más líricos, impidió que redondeara este rol de encendido dramatismo. Por lo demás su actuación fue impecable, exhibiendo regulación del sonido con un registro en pianissimo de bello color y vibración, dueña absoluta por potencia en los concertantes y en el terceto del II Acto, y aguerrida en la coloratura de Più non vive!…l'innocente donde relajó su habitual contención.

Un verdadero lujo contar con la voz potente y carnosa de Roberto Tagliavini, malvado Loredano sin fisuras, y con la noble línea de canto de Mikel Atxalandabaso como Barbarigo. El coro estuvo espléndido, con especial mención a la íntima intervención de la sección femenina en el aria de entrada de Lucrezia. Pablo Heras-Casado, que incomprensiblemente hurtó las repeticiones de todas las cabalettas, optó por la monumentalidad y el aparato aunque acompañó con cuidado y atención a los cantantes. Faltó nervio y nitidez a la melodía verdiana, sobre todo en las cuerdas, a pesar del maravilloso color de tristeza e intriga que la viola y los violoncelos consiguieron en las entradas de sendos Foscari. Decadencia veneciana para un dulce final de temporada.

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