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“Billy Budd”, el naufragio de la bondad, llega por fin a Madrid

"Billy Budd", el naufragio de la bondad, llega por fin a Madrid

EFE

Madrid —

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Herman Melville dedicó los últimos cinco años de su vida a “Billy Budd”, que se convirtió gracias a Benjamin Britten en una de las óperas más redondas, espirituales y emocionantes que existen, una obra que hasta esta noche no se había visto nunca en Madrid y que ha rendido con su poesía al Real.

El intendente del Real, Joan Matabosch, quería desde que llegó al teatro programar un título que jamás se había visto en Madrid y lo ha conseguido en coproducción con la Ópera Nacional de París, la de Finlandia y la de Roma, aunque es Madrid la primera en programarla.

Casi diez minutos de aplausos ha dedicado el público a esta obra de cerca de tres horas y media, especialmente a la única mujer entre los 110 intérpretes de esta producción, Deborah Wagner, la autora de una puesta en escena en la que un barco es a la vez una prisión que “vaga perdida en el mar infinito”.

Jacques Imbrailo (Billy Budd), Toby Spence (capitán Vere) y Brindley Sheratt (John Claggart) han sido muy aplaudidos, así como el director de la orquesta, Ivor Bolton, concentrado al máximo en ser la derivada de lo que sucedía en escena.

Bolton ha asumido por completo la idea de Britten de utilizar la orquesta como si fuera una agrupación de música de cámara, dando el color sonoro más apropiado a cada escena, en detrimento de la masa orquestal, con protagonismo del arpa, clarinetes bajos, contrafagot, saxo, un nutrido grupo de metales y seis percusionistas.

La historia de un marinero condenado a muerte acusado de instigar a un motín adquirió una lectura espiritual gracias a la composición de Britten (1913-1976), y desde su estreno en 1951 cautivó al público, aunque su espaldarazo definitivo llegó con el montaje que hizo Willy Decker en el Festival Estival de la Ópera de Colonia con Bo Skovhus, Philip Langridge y Eric Halfvarson.

Es un relato del mar y de marineros, solo y exclusivamente hombres, pero no es una epopeya de hombres esforzados, sino una fábula sobre el bien y el mal y la intensa crueldad que aguarda en las entrañas de algunas pasiones, destructoras de todo lo que no pueden poseer.

Britten no es Puccini, es arriesgado, y Warner no ha querido ahorrar al espectador la impresión de una inminente pero solapada desgracia a bordo de un barco, el “Indomitable”, en cada momento de lo que describe como un cuadro de Francis Bacon, por la sofisticación y riqueza de la música.

La pasión irreductible, la crueldad infinita y la bondad sin fisuras siguen su curso en el barco-prisión, sin detenerse jamás, por más plataformas, amarras y cabos como barrotes que se le quieran poner.

Warner recrea el sentimiento de un barco, más que un barco en sí, y da una sensación engañosa de intimidad, seguridad y reposo con hamacas que parecen celdas de una colmena, un lugar “en el que nadie en su sano juicio querría estar”, según descripción de ella misma.

Mediante un astuto juego de luces, consigue la sensación de movimiento, de navegación imparable por la disyuntiva entre la renuncia a los deseos y la pulsión sexual, por la atracción irresistible por la belleza juvenil y la inocencia.

Billy Budd, un efebo inocente, “sin edad ni casa”, que paga el precio de la belleza, la generosidad y la bondad; John Claggart, atormentado por la tentación que el muchacho representa y el capitán Vere constituyen un triángulo en el que “la maldad y la envidia destruyen, gratuitamente, al hombre intachable”.

La perfección física y moral de Billy Budd tiene un “defecto” y es que veces tartamudea “en el discurso divino”: se queda sin habla ante el mal, algo que Melville no incluye como un signo de imperfección sino de impotencia ante la “connatural hostilidad hacia el bien, la malignidad innata, el misterio de iniquidad”, como diría Matabosch.

Britten contó para el libreto, uno de los más perfectos de la literatura operística, con Edwars Morgan Forster, el autor de “Una habitación con vistas” o “Haward's End”, que arma una poderosa arquitectura sobre la complejidad humana, en la que no hay blancos y negros, sino muchos grises.

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