El nombre de Calixto Bieito suele asociarse con escándalo y provocación, con producciones que levantan sarpullidos entre las audiencias más conservadoras. Pero el efecto del paso del tiempo cambia las percepciones y convierte algunas de sus propuestas, como esta Carmen que ha programado el Teatro Real para el otoño, en un absoluto clásico.

Se estrenó hace casi dos décadas y desde entonces se ha paseado por más de treinta teatros en varios continentes. El secreto de su éxito se puede explicar desde varios puntos de vista. Si buscamos desvelar la intención original de la obra -lo que quiera que esto signifique- nos encontraremos con el espíritu idealizado que el Romanticismo asoció a España: la pasión desnuda, una sexualidad sin tapujos y fogosidades imparables que superan a las razones, envueltas en todos los tópicos de la identidad nacional. La actualización escénica al siglo XX tan solo acerca y refuerza este significado.

Podremos acercarnos también desde una perspectiva hermenéutica estableciendo una diálogo con la posición del espectador aquí y ahora. Encontraremos entonces la potencia descarada e insurrecta de Bieito en esa colección de iconos-significantes: la guardia civil, los gitanos contrabandistas, el inmenso toro de Osborne y, por supuesto, la bandera. Unos símbolos cargados de actualidad que despertaron algo diferente en cada asistente a la noche del estreno a juzgar por la intensa batalla de abucheos y bravos al final del función, en la que venció sin paliativos el rechazo de los primeros. Pero, sobre todo, esta Carmen es una explosión de vitalidad y destino, que sabe conjugar bien la violencia irrefrenable de las pulsiones desatadas, con la desolación de una tragedia inevitable que domina los vacíos del escenario desde el primer minuto.

En cartel protagonista hubo algunos altibajos en el terreno vocal, sobre el común denominador de una gran actuación teatral. Anna Goryachova encarnó una Carmen creíble, con el necesario punto de indómita libertad sexual, aunque la proyección se quedara corta en sus arias más emblemáticas: la Habanera y la Seguidilla. El Don José de Francesco Meli alternó muy buenos momentos con otros de capa caída, descontrolando en ocasiones el tercio alto. Kyle Ketelsen lució genio y figura como Escamillo, las acrobacias sobre el escenario no afectaron un ápice a la emisión, tan homogénea, llena de orgullo e ímpetu torero. El mejor momento vocal de la noche lo trajo la Michaela de Eleonora Buratto con su “Je dis que rien ne m'épouvante”, lució un centro sedoso de denso lirismo y brillantes agudos. Un instante para enmarcar, que sin embargo nos sacó por un momento del salvaje espíritu de la producción. En consonacia con lo que ocurrió sobre las tablas de las escena, Marc Piollet soltó las riendas y azuzó el foso a niveles de máximos. Fue una fiesta de timbres y decibelios, con sentido e intención, que alzaron la tensión en la sala sin desbocarse en ningún momento. El coro titular ofreció una actuación mayúscula, de las que nos tiene acostumbrados desde hace unos años.

En los días previos al estreno en el Real los periódicos anunciaron algunos cambios en la producción, evitando el uso de la bandera de España en algunas escenas. Lo que parecía ser una falta de coraje artístico en un primer momento se demostró acertado una vez vista la obra. Evitar la polémica por un asunto anecdótico permite centrar la atención en la certera visión sobre la vida y la muerte que la producción de Bieito nos ofrece, hoy igual que hace casi dos décadas. 

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