La última vez que se había visto Aida en el Municipal de Santiago (Ópera Nacional de Chile) los sentimientos fueron encontrados, inclinándose la balanza hacia lo negativo. La sombría puesta en escena de Michael Hampe fue controversial a la vez que la parte musical no inclinó la balanza para bien. Tras seis años, la expectativa era el poder ver la pieza bajo un prisma más convencional, donde la ambientación egipcia fuese más explícita. Y nuevamente cerrando el ciclo del escenario santiaguino, la tan querida joya verdiana se pudo apreciar de mano del reconocido escenógrafo Hugo de Ana. El argentino jamás deja indiferente, y algunos de sus trabajos en el Municipal han generado palmario resquemor o efusiva admiración.

Lo más elemental es que en esta producción, De Ana logró imprimir una mirada integral, coherente con la gama de emociones netamente humanas de la obra, vale decir, celos, ternura, euforia, orgullo, exaltación y, por supuesto, el amor. Cada cuadro entonces engloba un sentimiento distinto, y para ello escenografía e iluminación se conjugaron para recrear la atmósfera adecuada, siendo muy importante el uso del color, en diseños no excesivamente complicados, sino más bien cálidos, envolventes, todo engalanado por inteligentes proyecciones en telones. De Ana firma también el vestuario, y su disposición de solistas, coro más su desenvolvimiento en escena, funciona en cuanto a su capacidad de mantener la atención. Y siempre sin fisuras en las transiciones. No se debe dejar de mencionar el trabajo realizado por la coreógrafa Leda Lojodice, cuyas creaciones resultaron dinámicas y llenas de vitalidad.

Aida, llave de paso al esplendor del Verdi tardío, zarandea de la monumentalidad de la “Marcha Triunfal” al intimismo de las escenas amorosas, y la visión del regisseur fue indisolublemente maridada con la guía musical del maestro Pedro-Pablo Prudencio, quien tuvo a su cargo las funciones del segundo elenco. Tocado por la inspiración, su batuta fue certera en cada matiz, cada color y en la coordinación entre músicos en el foso y solistas más coro. La orquesta respondió al tope de sus enormes capacidades, y se aplaude la idea de colocar las trompetas “especiales” que pide la partitura en la escena de los vencedores, en dos de los balcones superiores, provocando un efecto musical adecuado y resonante para la limitada acústica de la sala principal del Municipal.

La argentina Mónica Ferracani fue una estupenda Aida, sufrida, lábil, desvalida, pero firme en su cantar, y lozana en el aria “O cieli azzurri”. Tuvo además buena química con el tenor chileno José Azócar, quien ha brillado en los papeles verdianos en este teatro, y esta vez no será excepción por su imponente musicalidad y firme presencia escénica. Amneris estuvo en manos de Guadalupe Barrientos, quien logró imprimirle una personalidad al personaje con el debido contraste frente a la pareja protagónica. Su fulminante canto le valió sendos aplausos al final de la función. Cristián Lorca no se quedó atrás con su bien delineado Amonasro, mientras que Homero Pérez-Miranda nos entregó un Ramfis profundo. Los roles pequeños del Rey (Jaime Moncada), la sacerdotisa (Sonia Vásquez) y el mensajero (Claudio Cerda) completaron de buena manera este magnífico elenco. Y uno de los fuertes del Municipal siempre es su coro, dirigido por Jorge Klastornick, que como en cada producción no deja de sorprender y constituirse en punto alto en sí mismo.

Así, Aida cierra en la nota alta una temporada de ópera irregular, con puntos fuertes y otros febles. El próximo año en tanto, quedará inscrito en la historia por su carga contemporánea, ya que contará con dos títulos modernistas: el estreno absoluto de El Cristo de Elqui del joven compositor chileno Miguel Farías, y la primera representación en Chile de la extraordinaria Lulú de Alban Berg.

***11