Ya es tradición para algunos aficionados, entre los que me encuentro, seguir a Plácido Domingo en sus inexcusables visitas anuales a nuestro país. Cada vez temiendo que pueda ser la última, y cada vez sorprendiéndonos de las perennes capacidades artísticas del último mito lírico del siglo XX. En esta ocasión, la visita al Don Carlo de Les Arts vuelve a merecer la pena por verle en acción y por reivindicar un teatro que, a pesar de los continuos escándalos que rodean su operativa y gestión, es un imprescindible de la escena española.

El trabajo de Marco Arturo Marelli, proveniente de la Deutsche Oper, demuestra el potencial que pueden tener las producciones clásicas de diseño actualizado. La escenografía es la protagonista, sobria, versátil y rebosante de magnificencia. Los módulos que la conforman se configuran como exteriores que asemejan interiores -o viceversa- y reflejan el rigor y la gloria de una prisión-palacio de la que los personajes no logran escapar. Es un universo de perspectivas isométricas en el que el motivo de la cruz domina la acción, en cualquier configuración y con cualquier iluminación el ineludible y omnipresente poder de la religión emerge de todos y cada uno de los rincones. Una apropiada dirección de actores y figurines que seducen la mirada, completan una propuesta atractiva para la mirada, que tan solo se aleja del libreto original añadiendo un fondo de justicia social al conflicto con Flandes.

En el terreno vocal, esta fue la noche de los varones. Debo volver a destacar ese milagro viviente que es Plácido Domingo. Si el personaje de Posa es la encarnación de la nobleza, seguramente no haya mejor artista al que confiárselo. Su voz parece renacer cada año, el color es claro y aún vivo -¿a quién le importa que no sea de barítono?-, las dinámicas y los fraseos son elegantes y llenos de sabiduría y exhibe ese timbre tan reconocible que, unido su carisma escénico, nos transporta al universo de lo inmortal. El otro regocijo vocal de la noche fue el Felipe II de Alexander Vinogradov. Puede decirse que su con su aria del tercer acto comenzó el mejor canto de una velada que creció según avanzaba. El fraseo arcaico del chelo, doliente y rotundo en acentos, le acompañó en un “Ella giammai m’amó” lleno de dolor honesto, mostrando las virtudes del canto legato y el aliento medido con el alma. Don Carlo es un papel de protagonista que siempre corre el riesgo de quedarse en un segundo plano. Andrea Carè logró su dosis de importancia por las bravas, apoyándose más en un canto de intención heroica que en las sutilezas de la italianitá y las medias voces.

Maria José Siri como Elisabetta pareció reservar fuerzas para el final. Durante la mayor parte de la representación pareció más coro que reina, pero resurgió en el último acto, en solitario y en el dúo. Solo entonces la emisión se colocó y desplegó un más que digno abanico de posibilidades vocales, filados, pianos y un bien fiato; todo lo que hasta entonces había estado ausente. Urmana, como Éboli, conserva un bello e interesante instrumento, sobre todo en el tercio medio. El control sin embargo es menor de lo deseable, las coloraturas sufren con ataques imprecisos o llenos de portamento y el agudo llegó a crujir en los momentos más comprometidos. En todo caso, el mayor problema de la sección femenina pareció residir en cierta falta de correspondencia psicológica entre el interior del personaje y lo cantado.

La batuta segura de Ramón Tebar proporcionó una base sólida para la trama, enfocada en ritmos, atmósferas y en los colores orquestales de la admirable Orquestra de la Comunitat Valenciana, a costa de fraseos líricos. Su claridad de ideas consiguió que finalmente todo funcionara en una representación que comenzó descabalgada e inconexa, pero encontró su camino a partir de la pausa. Un coro impecable cerró el círculo. Entre pesados muros y bajo la presencia de la cruz, pudimos observar como algunas leyendas de la historia -la universal y la lírica- se daban la mano en una representación con algunos elementos muy notables.

***11