La inolvidable historia de la misteriosa Melisande y el desdichado Peleas emocionó ayer al público que acudió al Teatro Campoamor. La expectación ante el estreno de "Peleas y Melisande" ("Pelléas et Mélisande"), la revolucionaria ópera de Claude Debussy que se representaba por primera vez en Oviedo, se demostró pertinente ante la respuesta entusiasta del público, que reconoció el desempeño de los intérpretes con una gran ovación. Pero no todo fueron aplausos: antes del inicio de la ópera, cuando la presentación pregrabada se locutaba en asturiano, una parte del público mostró su rechazo con un gran pateo, acompañado de silbidos.

Tras la sorpresa inicial, el pateo fue respondido, desde las gradas superiores, con aplausos. Pero los disconformes con el uso de la llingua en la megafonía del teatro insistieron con abucheos. La confrontación sonora concluyó al final de la tercera alocución, en inglés.

No era fácil para un público con tantas horas de vuelo a sus espaldas acomodarse a las exigencias de "Peleas y Melisande". Su singular estructura, más próxima a una representación teatral que a una ópera clásica, puede generar extrañeza entre el público más purista. Pero la belleza de su música y el magnetismo de sus escenas, especialmente con un montaje como el de René Koering que incorpora a la mezcla afortunadas reminiscencias cinematográficas, causaron asombro y deleite entre los presentes.

Impactante desde la escena inicial, en la que los criados retiran el cuerpo de Golaud (un tremendo Paul Gay) tras su suicidio, "Peleas y Melisande" navega con tiento y fortuna entre un simbolismo con un toque onírico y un desarrollo dramático que se construye a través de ese potente triángulo amoroso que forman Melisande (Anne-Catherine Gillet), Golaud y su hermanastro Peleas (Edward Nelson). Ya en la primera escena, en la que Golaud encuentra a una Melisande amnésica vagando por el bosque, se atisba el conflicto en un detalle tan casual como relevante: al marchar de la mano de Golaud, Melisande deja caer una muñeca. Es el fin de la inocencia.

La mujer nunca abandonará ese halo misterioso a lo largo de la obra. Siempre será ella misma, esa muchacha surgida de la nada. Serán los demás los que cambien, sobre todo Peleas, que idolatra a su hermanastro y lucha en vano contra la atracción que le produce su cuñada.

Será de nuevo en el bosque, al abrigo de un tilo que devora la luna, cuando Peleas y Melisande reconozcan su amor mutuo. El decorado excepcional, esa perspectiva deformada, truncada, con ribetes expresionistas, sobre la que Koering construye la obra reclama ahí buena parte del protagonismo. La sombra de Golaud, recortada sobre una pared, es la amenaza final para los amantes. Porque en "Peleas y Melisande" la dicha es efímera.

Por la espalda, la sombra de Golaud apuñala a Peleas. Melisande saldrá herida, aunque los mayores daños serán los que sufra su mente, el trauma al ver la vida de Peleas filtrándose por ese claro de luna. Después llegará la locura de Melisande. También un bebé que no traerá dicha a la torre, sólo dudas. Golaud, peso de la culpa, duda de todo: de lo que vio, de lo que intuyó, de lo que sintió. En el último plano, se llevará una escopeta a la boca. Pero al caer el telón, anoche, en el Campoamor, apenas se oyó el disparo: sólo una salva de aplausos.