Peter Grimes vuelve a los escenarios, esta vez en Valencia y a través de una producción con más de dos décadas de historia. Es una oportunidad de comprobar el efecto del paso del tiempo en un clásico y, acompañados de un magnífico protagonista, confirmar en directo lo que muchos creadores contemporáneos le deben al maestro Willy Decker.

Nos sumergimos en una escena llena de referentes culturales, construida a través de escorzos imposibles que reflejan la inestabilidad en la trama, y de un fondo pictórico que evoca a Turner, pero sobre todo a la desolación marítima del Monje a la orilla del mar de Caspar David Friedrich. La iluminación, de tintes expresionistas, las luces y sombras extremas destacan el carácter tormentoso de la historia, y hacen inevitable el recuerdo de dos películas sobre otras almas retorcidas: M, el vampiro de Düsseldorf, y El gabinete del doctor Caligari. En conjunto, un escenario lleno de escarpadas estampas visuales a las que ahora la edad otorga un entrañable efecto vintage.

Britten y su pareja Peter Pears redujeron la maldad absoluta y plana de Peter Grimes, un perverso sin remordimientos en el poema original, para conformar un protagonista más complejo, víctima y a la vez verdugo. Esta propuesta, sobre todo por la encarnación que realiza Gregory Kunde, llega un paso más allá, construyendo peligrosamente una especie de hombre corriente con mal carácter, frustrado, a quien la mala fortuna y la presión social persiguen sin cesar. La caracterización teatral de Kunde empatiza a fondo por su humanidad, y se aleja así de esa faceta de ogro, ese diablo moderno que los que conocen la obra esperan encontrar al abrirse el telón.

Pero si al protagonista puede reprochársele por momentos cierto exceso de bonhomía interpretativa, a golpe de expresión vocal esculpe una interpretación memorable. Ya conocemos la potencia y el empuje de su agudo, pero más allá de exhibiciones de vigor, Kunde seduce en los momentos más íntimos, esos llenos de sensibilidad como la melancólica pieza “Now the Great Bear and Pleiades”, o la convincente angustia de su monólogo en el tercer acto. Pura musicalidad reforzada con carácter. Su pareja, la soprano Leah Partridge, en el papel de la redentora fallida Ellen, no tuvo su mejor noche debido a una indisposición, tal como adelantaron por megafonía antes de comenzar la función. Esta debe ser la razón de que los registros medio y bajo se perdieran por completo, aunque pudo conservar el agudo. Sus dotes de buena actriz y la dirección escénica le otorgaron el protagonismo necesario, mientras guardaba las fuerzas para su pieza del tercer acto, “Embroidery in childhood", que ejecutó con limpieza y sentido lirismo. Hay que aplaudir también al tercer personaje principal de la trama, la masa, el populacho maledicente y acusador interpretado por el coro. Estuvo magnífico en cada intervención, no solo en el aspecto vocal –rotundo, preciso en las entradas y afinado-, sino también en las coreografías dramatizadas.

La Orquestra de la Comunitat Valenciana parece ser inmune a los directores. Con esto quiero decir que da igual quien lidere el foso esa noche, su sonido tiene siempre una calidad personal y sobresaliente. En manos del director Christopher Franklin ejecutó otra vez un trabajo brillante. Destacaron la claridad tímbrica de las diferentes secciones, una capacidad para unas dinámicas vertiginosas muy pertinentes en una obra de estas características trágicas, y la siempre fiable sección de metales -a diferencia de otras orquestas donde suelen proporcionarnos inesperados disgustos.

Es esta una versión, en definitiva, que tanto por la interpretación musical como por la dramatización, y con la aportación de un protagonista de excepción, ha sabido recoger la complejidad de esta gran historia de desencanto de lo humano. Y así, rescatar con acierto una de esas tramas arquetípicas de las que podemos aprender algo valioso en cada nueva vista.

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