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CRÍTICA | GLORIANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

¡Larga vida a ‘Gloriana’!

El Teatro Real de Madrid se consolida como el templo operístico de Benjamin Britten

Un momento del ensayo de 'Gloriana'.
Un momento del ensayo de 'Gloriana'.JAVIER DEL REAL
Luis Gago

Gloriana

Música de Benjamin Britten. Anna Caterina Antonacci, Leonardo Capalbo, Duncan Rock, Leigh Melrose y Sophie Bevan, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: David McVicar.
Teatro Real, hasta el 25 de abril.

Gloriana tiene, al menos, dos caras. Quienes asistieron a su estreno en 1953 solo supieron, o quisieron, ver una de ellas. No fue en absoluto el caso de Isabel II, cuya coronación fue el desencadenante de la composición de la ópera y de cuyos fastos celebratorios formó parte. La flamante reina no se irritó en absoluto, como ha podido leerse estos días, ya que, como exige el protocolo, estaba perfectamente al tanto de lo que habían hecho Benjamin Britten y William Plomer, su libretista. Fueron más bien quienes creían hablar por ella, o los abanderados de una supuesta “nueva época isabelina” de la que esa coronación tendría que haber servido de simbólica espoleta, los que prodigaron críticas irrazonadas e irrazonables. Gran Bretaña estaba desangrada tras la guerra, aún perduraba el racionamiento de alimentos, su imperio empezaba a desmoronarse y Estados Unidos la desplazaba claramente como la gran potencia anglosajona. ¿Quién quería dramas en una ocasión festiva y, ojalá, auspiciosa de una segunda edad dorada?

Pero la tragedia, la “tragic history” de Isabel I y el conde de Essex que había contado Lytton Strachey en el que fue el principal sostén literario del libreto de la nueva ópera, es una cara de Gloriana. La otra es el retrato, condensado pero certero, de una soberana volcada en servir a sus súbditos, querida por ellos (“Good Queen Bess”) y centro de una brillante constelación de poetas, dramaturgos, filósofos, científicos, políticos y compositores. “Non sine sole iris”, leemos en el conocido como Retrato del arco iris de la reina, encargado por Robert Cecil y colgado en su mansión de Hatfield House desde entonces. En él, la reina es el emblema de ese sol sin el cual no puede haber arco iris, que es justamente lo que sostiene alegóricamente en su mano derecha.

Conviene recordar este retrato porque quizás haya inspirado a David McVicar y a su escenógrafo, Robert Jones, para crear como única escenografía de su Gloriana una semiesfera armilar, la imagen que, en ese mismo retrato, aparece bordada sobre la cabeza de una serpiente que repta por la manga que cubre el brazo izquierdo de la reina. La simbología es clara: una y otra -esfera y serpiente- aparecen asidas por la Inteligencia en un grabado de la Iconología de Cesare Ripa. Los vestidos de otros retratos han inspirado a la figurinista, Brigitte Reiffenstuel, pero es el del arco iris el que mejor conecta con una reina dominadora del mundo (un mapa circular grabado en el suelo representa a Inglaterra como el centro del universo); sol de su esfera, pero también apresada en ella; irradiadora de luz y sabiduría sobre su reino, pero también informada por consejeros y espías de cuanto se hace y se dice (la capa del vestido de la reina tiene bordados ojos y oídos por doquier); admirada y ensalzada en público, pero sola, avejentada y virgen en privado. Una especie de alas a ambos lados de su cabeza -también remedadas en uno de los vestidos de Reiffenstuel- nos recuerdan asimismo a esa Reina de las Hadas que cantó Edmund Spenser en The Faerie Queene, partida de nacimiento de Gloriana como nombre poético de Isabel I.

Pero el Reino Unido de 1953 no era, ni mucho menos, el País Feérico (Faery Land) del que hablaba Spenser en 1589 en la famosa carta explicativa de las intenciones de su poema a Walter Raleigh, otro protagonista, como Robert Cecil, de Gloriana. Muchas de aquellas primeras críticas destilaban también un inequívoco dejo homófobo: Strachey, Plomer y Britten eran homosexuales en una sociedad que los perseguía (Alan Turing se suicidó en 1954, justo un año después del estreno de la ópera). Britten, sin embargo, con su inigualable genio dramático, supo crear un trasvase constante entre ambos mundos, el renacentista y el moderno, alternando música ocasional (ceremonial, cortesana) y música dramática, música arcaizante y música moderna, músicas externas y músicas íntimas, armonía y discordia, utilizando recursos ya aprendidos y probados en Peter Grimes y Billy Budd para reforzar la dramaturgia ideada por Plomer. De hecho, el dilema a que se enfrenta la reina al final de la ópera es muy similar al que había angustiado al capitán Vere: y músicas cantadas por sus respectivas víctimas (Essex y Billy) suenan luego rememoradas o en labios de sus dos verdugos en el epílogo de ambas óperas. En Isabel I tuvo que pesar además, y mucho, el agravante de condenar a Essex a la misma suerte, y en el mismo escenario, que había decretado su padre, Enrique VIII, para su madre, Ana Bolena.

Ivor Bolton dirigió admirablemente el año pasado aquella recién premiada producción de Billy Budd. Y Gloriana se adecua aún mejor a sus virtudes, dada su larga familiaridad con la música antigua. Danzas, mascaradas y madrigales renacentistas no le son en absoluto ajenos, sino todo lo contrario, y logra transformar una vez más a la Sinfónica de Madrid en un conjunto camaleónico que borda por igual desde las miniaturas y los leves acompañamientos instrumentales hasta llegar, pasando por todas las gradaciones intermedias, a los momentos de máxima intensidad, coronados por el momento en que Isabel se enfrenta a Penelope Rich y decide firmar la sentencia de muerte de su hermano: solo por la música de la escena final del tercer acto de la obra, Britten debería ser considerado uno de los mayores y más sagaces operistas de la historia. La dirección de Bolton, desde el primer compás del Preludio, es un dechado de precisión rítmica, de vigor expresivo y de adecuación a cuanto sucede en escena.

Anna Caterina Antonacci realiza un esfuerzo ímprobo por cantar, moverse, bailar, sentir e incluso hablar como una émula de Isabel I. Es su primer Britten, su primer papel en inglés y los resultados que alcanza se mueven rozan, a ambos lados, el sobresaliente. Como actriz le sobran recursos y aunque su voz no es quizá la que fue, lo suple todo con la mímesis que opera con su personaje. Leonardo Capalbo es tan creíble y convincente como Essex que poco importa que su voz no sea excepcional, porque su encarnación del personaje sí lo es. Hay felices reapariciones de cantantes que ya admiramos en Death in Venice y Billy Budd: Duncan Rock como un aguerrido Lord Mountjoy, Leigh Melrose como un oscuro y maquiavélico Robert Cecil (“mi pigmeo”, lo llamaba la reina, por su baja estatura y su escoliosis), David Soar como un señorial Walter Raleigh y Sam Furness como un extraordinario Espíritu de la Mascarada. Ellos nos recuerdan que el Teatro Real se reafirma como un escenario britteniano de primer orden. Excelentes asimismo la delicada Frances de Paula Murrihy y la combativa Penelope Rich de Sophie Bevan. Un bravo final a Elena Copons, aunque todo el reparto lo merece en igual medida, y un elogio sin reservas a la labor del coro, magnífico tanto en las muy expuestas danzas corales del segundo acto como en los grandes coros ceremoniales. Y un suspenso categórico a los sobretítulos, que desfiguran u omiten matices esenciales del texto de Plomer, de incuestionable calidad literaria.

En una obra sin apenas jurisprudencia escénica, con sentencias modélicas (Phyllida Lloyd) y erradas de raíz (Richard Jones en su colorista resurrección para la Royal Opera House en 2013), David McVicar ha tenido el acierto de apostar por el historicismo bien entendido, apuntalado por un vestuario extraordinario y la ya referida esfera armilar cuyos tres aros encuadran y comentan la acción. El director de escena escocés hace fácil lo más difícil (la mascarada, el final del segundo acto) y ennoblece de principio a fin la condición de Gloriana como moderna ópera histórica. Es brillante su ocurrencia final a lo Ciudadano Kane y el único reproche que podría planteársele es quizá que la espectral aparición de Essex en el epílogo (la única que Britten conservó de las varias que contenía la versión original del estreno) resultaría más eficaz con la voz grabada, tal como pide la partitura. Para Bolton cabe también un único matiz mejorable: la súplica de Penelope Rich pide y debe ser más dramática hasta el momento en que la idílica y melancólica música de la segunda canción con laúd de Essex del primer acto se transfigura, por la magia de Britten, en el hacha implacable que cortará su cabeza.

Nadie a quien le guste la ópera y el teatro debería perderse esta nueva aproximación a Gloriana, que hará mucho por rescatar el prestigio de una obra que nunca debió perderlo y cuyas muchas virtudes y guiños musicales y dramatúrgicos han sabido magnificar en igual medida Bolton y McVicar. Ya puestos, quien está también aún a tiempo de venir a ver esta producción, para recordar mocedades y para ver cómo se desfacen en Madrid, of all places, antiguos entuertos, es la propia Isabel II, que continúa ahí, impertérrita, y que ha dejado a la propia Isabel I o a la reina Victoria (45 y 63 años en el trono, respectivamente) como meras aprendizas de longevidad regia. Gloriana le sobrevivirá y esta producción marcará, ojalá, un antes y un después en su fortuna futura.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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