“Es tan solo una puta de soldados”. De manera hiriente e implacable la idea se repite una y otra vez, a modo de profecía autocumplida, destruyendo sin piedad las ilusiones de una mujer con aspiraciones sociales mientras una violencia plena de testosterona campa a sus anchas sobre la escena.

Calixto Bieito, fiel a su estilo y tradición, se entrega a mostrar la caída en desgracia de la protagonista del modo más directo y descarnado posible. La pérdida de la inocencia a golpe de abusos de bragueta nos recuerda una Justine a la que Sade hubiera actualizado. Establece además un reconocimiento a las fuentes de Zimmermann. Sabedor de que el libreto conecta con Wozzeck, la puesta en escena de estos Soldados continúa el lenguaje escénico de producción que el mismo Bieito realizó para la obra de Berg años atrás y que también se mostró en el Real: andamios móviles, masas uniformadas, luces cegadoras, sexo y sangre.

La violencia en Bieito nunca es gratuita. Más allá de “epatar al burgués”, busca siempre interpelar, reflexionar sobre la pura esencia del libreto a través de lo aparentemente inapropiado de ciertas escenas sobre las tablas. Es una brutalidad que, lejos de hacernos apartar la mirada, nos lleva a abrir los ojos. Pero Marie no es la única que ha perdido la inocencia. A estas alturas, hasta el público de patio de butacas ha visto mucho mundo escénico. Lo que las imágenes de la GoPro dejan adivinar en las pantallas de video nos sacude más que las coreografías de violación en primer plano, estas, con un punto artificioso y contenido, hacen perder la credibilidad al conjunto en algunos momentos.

La orquesta se traslada del foso a la cima del escenario. Y los más de cien profesores vestidos de uniforme de campaña se convierten en operarios de una maquinaria musical eficiente y disciplinada. La partitura de Zimmermann es compleja y también llena de riqueza tímbrica y colores disonantes. El uso de amplificación consigue momentos estremecedores, pero también una notable pérdida de detalle y complejidad. Heras-Casado parece perseguir la horizontalidad de una melodía que no existe y sitúa a la orquesta en un tercer lugar, tras la potencia escópica de la escena de Bieito y las voces aumentadas del cartel protagonista.

La soprano danesa Susanne Elmark interpreta a la perfección el papel protagonista, Marie. Caleidoscópica y versátil, se mueve sin problemas entre la soñadora atolondrada del inicio y la encarnación del grito de dolor final. Ser una especialista en coloratura le permite habitar y aguantar sin problemas el registro alto por el que transita gran parte de su papel, pero lo hace además con una intensidad y un desgarro propios de otras cuerdas vocales. Su inolvidable y carismática presencia revalida su rol de protagonista en cada aparición. Justo lo contrario de lo que ocurre con Leigh Melrose como su primer prometido, Stolzius, difícil de advertir sobre el escenario a pesar de una buena actuación vocal. Uwe Stickert resuelve bien a Desportes, el tercer protagonista, y sortea bien los sobreagudos del papel, con un color y dicción adaptados a la naturaleza despreciable del personaje. El momento en el que canta mientras sienta sus mórbidas posaderas sobre una Marie humillada, fue probablemente el más turbador de una noche llena de conmociones.

El resto del cartel ofreció una actuación muy notable. De entre ellos hay que destacar en positivo la intensidad, no siempre colocada, de Noëmi Nadelmann como Condesa de la Roche y la preciosa oportunidad de volver a escuchar en directo la profunda voz de una de las pocas contraltos de raza que nos quedan, Hanna Schwarz.

Al terminar, Zimmermann ofrece una cierta respuesta a lo injustificable de la violencia ampliando su horizonte: en el libreto, una procesión de soldados muertos y explosiones nucleares cierra la historia. A Bieito no parecen interesarle los horrores de la guerra tanto como terminar de engrosar el dolor de una Marie convertida en una ofrenda de sangre. Una victima absoluta de una maquinaria de injusticia a la que no se otorga ningún sentido ni explicación.

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